martes, 19 de octubre de 2010

Hombre de Palabra

—¿Es cierto que anoche al volante preguntaste qué pedal era el del freno y cuál el del acelerador? —rió Maureen sorprendida.
—No es así. Charles y Shaun estaban borrachos— los indiqué— y me pidieron que condujera. Y al sentarme al volante, no lo pregunté—. Me pausé con seriedad—. Lo afirmé: éste es el volante y éste el acelerador.
—¡Ah! Lo afirmaste. Eso me deja mucho más tranquila— añadió Maureen con sorna.
—Podéis creerme. Soy un hombre de palabra— sentencié entre las risas de mis amigos.

Y así fue. Mi iphone marcaba las 2 a.m. Mis amigos, ebrios, no estaban para conducir y accedí a llevar el auto. Imagínalo, aunque ahora te sea difícil: la carretera recta de ciudad y sus calles. Difusas luces delimitando locales y restaurantes lejanos y bajo lo que la luz no alcanza, restos de la noche. Ya sé que hace frío, pero escucha. Me acerqué al pequeño 4x4. Me acomodé en el puesto de conductor. Charles se sentó a mi lado y Shaun atrás. Estudié el volante deportivo y sus tres radios de chapa agujereados. Advertí la ausencia de una palanca de cambios manual. Comprobé los retrovisores interior y exteriores. El auto estaba aparcado en batería y había que sacarlo. Calma, sé que el agua está fría, yo también la siento. Miré los pedales. No había embrague. Los sentí con los pies. Con solemnidad dije:
—Éste es el freno y éste el acelerador—. Un momento de silencio siguió. Charles y Shaun, inexpresivos, se miraron. Rompieron a reír. Shaun reconsideró su grado de embriaguez y cogió el volante. ¿Ves cómo soy un hombre de palabra? Dije que a la izquierda estaba el freno y a la derecha el acelerador y efectivamente ahí estaban. Sí podrás aguantar. Tus miembros están rígidos pero es normal. Ahora ya sabes que soy un hombre de palabra: confía en mí y agárrate. Está bien, veo que sigues sin creerme. Pero ahora lo harás: ¿ves la cruz que cuelga sobre mi pecho? Es igual a ésa que llevas tú con sus cuentas. Con la cruz ahora sí te demostraré que soy un hombre de Palabra: la Fé en Cristo nos salva.

Con un gemido de esperanza salí de mi mutismo, cesó mi pánico y subí a la tabla que me acercaba el salvavidas.



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martes, 5 de octubre de 2010

Saturno mexicano

El viejo Saturno subía la ladera portando su viejo reloj de bolsillo, como cada noche. Pero como aquella era la noche de muertos y todo el pueblo se disfrazaba, esta vez Saturno no llamaba la atención. Sí lo hacía en otras ocasiones, pues Saturno era un viejo extraño. Inusualmente fuerte, el solitario anciano contaba a quien quisiera escucharlo que buscaba a su hijo por el monte, perdido desde hacía tiempos. Como nunca le conocieran hijo alguno y como lo buscara todas las noches, en el pueblo todos lo tenían por loco.

Había llegado ya a lo alto del cerro. Estaba solo, del resto del pueblo sintiéndose únicamente los ecos de las rancheras. Ni la total oscuridad ni la soledad alteraban a Saturno, determinado como estaba por la misión de encontrar a su hijo. Siguió caminando mientras consultaba insistentemente el reloj de plata. La hojarasca crepitaba bajo sus pasos. El silencio se aliaba con el roce de los líquenes contra sus dedos. Las ramas, oscuras y lúgubres como esqueléticas osamentas, golpeábanle inadvertidamente a su paso.

Dos jóvenes se acercaron a Saturno, ayudados de una antorcha.
—Dime, Saturno, ¿encontraste ya a tu hijo?— se burló Dionisio, embriagado de tequila.
—Aún no. Prometeo— se dirigió al otro joven—, ¿no me guiarías con tu lumbre?

Prometeo negó con la cabeza y Saturno prosiguió solo en su búsqueda. Volvió a abrir la corona de plata de su reloj de bolsillo. Desde que perdiera a su hijo, el tiempo, como un cuchillo, punzábale la conciencia, como si su insistente paso lo incomodara. Pero no era capaz de deshacerse del reloj, como si a través de él purgara un castigo divino. Y además estaba aquel sentimiento inexplicable que lo hería más que las punzadas del tiempo: algo le decía que de alguna manera era culpable del extravío de su hijo.
Mientras esta deriva de sus pensamientos lo angustiaba, un súbito brillo surgido entre unas ramas lo sorprendió. Su llama, acrecentada como una aurora boreal, iluminó la negrura del bosque. Saturno gritó, sobrecogido.

—¿Qué haces aquí, hijo? Ya te creía muerto— balbució ante la aparición.
—Lo estoy, Crono. Tú me devoraste.

Saturno se vio reflejado sobre el fulgor que desprendía su hijo. Reconoció, tras miles de años, su antigua imagen: la de un titán joven, fuerte, vigoroso. La de Crono, el desterrado dios de las cosechas y estaciones.
Prometeo, alertado por el grito de Saturno, volvió con su antorcha, sólo para ver al titán deslumbrado por un misterioso halo.
—Saturno, ¿eres tú?— preguntó aterrado.
—Soy el titán Crono y por fin he encontrado a mi hijo. El tiempo puede detenerse.

Saturno y el halo se volatilizaron. Prometeo, con su luz, alumbró el destello argentino del reloj que yacía en la tierra.


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