martes, 5 de octubre de 2010

Saturno mexicano

El viejo Saturno subía la ladera portando su viejo reloj de bolsillo, como cada noche. Pero como aquella era la noche de muertos y todo el pueblo se disfrazaba, esta vez Saturno no llamaba la atención. Sí lo hacía en otras ocasiones, pues Saturno era un viejo extraño. Inusualmente fuerte, el solitario anciano contaba a quien quisiera escucharlo que buscaba a su hijo por el monte, perdido desde hacía tiempos. Como nunca le conocieran hijo alguno y como lo buscara todas las noches, en el pueblo todos lo tenían por loco.

Había llegado ya a lo alto del cerro. Estaba solo, del resto del pueblo sintiéndose únicamente los ecos de las rancheras. Ni la total oscuridad ni la soledad alteraban a Saturno, determinado como estaba por la misión de encontrar a su hijo. Siguió caminando mientras consultaba insistentemente el reloj de plata. La hojarasca crepitaba bajo sus pasos. El silencio se aliaba con el roce de los líquenes contra sus dedos. Las ramas, oscuras y lúgubres como esqueléticas osamentas, golpeábanle inadvertidamente a su paso.

Dos jóvenes se acercaron a Saturno, ayudados de una antorcha.
—Dime, Saturno, ¿encontraste ya a tu hijo?— se burló Dionisio, embriagado de tequila.
—Aún no. Prometeo— se dirigió al otro joven—, ¿no me guiarías con tu lumbre?

Prometeo negó con la cabeza y Saturno prosiguió solo en su búsqueda. Volvió a abrir la corona de plata de su reloj de bolsillo. Desde que perdiera a su hijo, el tiempo, como un cuchillo, punzábale la conciencia, como si su insistente paso lo incomodara. Pero no era capaz de deshacerse del reloj, como si a través de él purgara un castigo divino. Y además estaba aquel sentimiento inexplicable que lo hería más que las punzadas del tiempo: algo le decía que de alguna manera era culpable del extravío de su hijo.
Mientras esta deriva de sus pensamientos lo angustiaba, un súbito brillo surgido entre unas ramas lo sorprendió. Su llama, acrecentada como una aurora boreal, iluminó la negrura del bosque. Saturno gritó, sobrecogido.

—¿Qué haces aquí, hijo? Ya te creía muerto— balbució ante la aparición.
—Lo estoy, Crono. Tú me devoraste.

Saturno se vio reflejado sobre el fulgor que desprendía su hijo. Reconoció, tras miles de años, su antigua imagen: la de un titán joven, fuerte, vigoroso. La de Crono, el desterrado dios de las cosechas y estaciones.
Prometeo, alertado por el grito de Saturno, volvió con su antorcha, sólo para ver al titán deslumbrado por un misterioso halo.
—Saturno, ¿eres tú?— preguntó aterrado.
—Soy el titán Crono y por fin he encontrado a mi hijo. El tiempo puede detenerse.

Saturno y el halo se volatilizaron. Prometeo, con su luz, alumbró el destello argentino del reloj que yacía en la tierra.


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