viernes, 22 de enero de 2010

Tierra prometida

‘Tierra prometida’
‘I left my home in Norfolk, Virginia California on my mind…’

Señora Sonia:
Elvis Presley salió de su casa de Norfolk, Virginia rumbo a Los Ángeles. Se subió a un autobús de la compañía Greyhound, que tuvo un problema de motor en Alabama.
Para proseguir su viaje tomó un tren que le llevó a Houston, donde se le acabó el dinero.
¿Por qué, se preguntará usted, señora Sonia, se tomó tantas molestias Elvis para cruzar los Estados Unidos de una costa a otra? La respuesta es simple: buscaba su tierra prometida.
Providencialmente, Elvis tenía unos amigos en Houston que le equiparon para el resto del viaje y le compraron un billete de avión hacia Los Ángeles (¡qué bueno es tener buenos amigos!, ¿no cree?).
Así pues, no debería ser usted tan – permítame decírselo con el mayor respeto- desconfiada, impidiendo que, como los tenía Elvis, yo tenga un amigo en su hija Gloria privándola además del regalo que le hice hace unos días.
No tiene nada que temer, se lo ofrecí a la salida del colegio y todos los padres estaban allí. Y además… además el regalo era especial: un single del ‘Promised land’ de Elvis, un vinilo original, rarísimo, que conservo desde los cuatro años.
El caso es que el Elvis del ‘Promised Land’ acepta el regalo de sus amigos y vuela con gran lujo de Houston a Los Ángeles. Elvis, bien vestido con un traje de seda, mientras come un bistec a la carta piensa en las delicias que le esperan en el estado dorado de California, en su tierra de sueños.
¿No opina usted al igual que Elvis, Sonia –permítame llamarla Sonia, sin el molesto ‘señora’ por delante-, no piensa que es necesario, diría hasta indispensable para la salud del alma nutrirla de sueños?
Cuando Elvis ya sobrevuela California, el piloto avisa al pasaje de la inminencia del aterrizaje. La inquietud enturbia el espíritu de Elvis. Empieza a dudar si su sueño se cumplirá, si alcanzará las metas proyectadas en su tierra prometida.
¿Le ha ocurrido alguna vez, Sonia? ¿Ha sentido el miedo morder en la blanda envoltura de sus sueños, de sus aspiraciones?
Algo parecido me ocurrió cuando ayer llegó a mi iphone su mensaje de advertencia. La amenaza de expedir una orden de alejamiento entre Gloria y yo casi me arrancó un modo de ser, aquel en el que me proyecto en un pedacito de ideal futuro.
Elvis aterriza en la terminal con la fresca imagen de la tierra prometida jugando en su mente.
Telefonea a Norfolk y cuenta a sus padres que él, su pobre hijo, ya está en Los Ángeles.
Así termina la canción. No sabemos si el personaje que construye Elvis en la canción ve cumplidas sus promesas de éxitos.
Yo, Sonia, también tengo una imagen fresca en mi mente, desde mis cuatro años.
La de una niña de coletas y bata rosa a cuadros, bonita, dulce, cuya voz me recuerda al plátano, mi merienda favorita y que me agarra de la mano en los recreos.
No vamos a la misma clase y los mayores se ríen de que dos niños de cuatro años paseen cogidos de la mano. Poco importa, yo soy feliz con esa niña.
Hasta que un día deja de venir al colegio y ya sólo me queda de ella una imagen fresca en la mente. Así termina mi canción personal, parecido a Elvis.
Sé que no seguirás adelante con esa orden de alejamiento, Sonia. Porque tu hija me recuerda a cómo eras tú de pequeña. Porque la canción de Elvis la escuchábamos sonar en el patio y porque el regalo no es para tu hija, sino para ti.
Me ha costado dar contigo, Sonia, tanto como a Elvis llegar a Los Ángeles. Pero ha merecido.
Porque soy Pedro, el niño que ya te amaba con cuatro años, porque he seguido amando el recuerdo de esa Sonia que se marchó y porque ahora que te he encontrado, no quiero volver a perderte.
¿Serás tú mi tierra prometida?

Fin


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martes, 19 de enero de 2010

‘Zambullida’

‘Zambullida’.

- Salta a la barca o te juro por mis dos hermanos muertos que ni todas las leyes de la filibustería me impedirán degollarte ahora mismo.

Honorata bajó del barco pirata a la chalupa. La tormenta revolvía sus cabellos rubios, lacerando como alambres su fino rostro. Ella fijaba su mirada en los ojos duros del hombre al que tanto había amado, y se resistía a llorar.
El Corsario Negro, recortado sobre la densa noche, parecía la misma figura de la Muerte.
La barca se alejó lentamente entre las olas hasta que de Honorata sólo quedó un gemido de muerte.

- Nunca debió de ocultarme que era la hija de mi mayor enemigo. ¡Tenía que matarla!- gritó ante los ojos horrorizados de la tripulación-. Juré vengar a mis hermanos y hasta que no acabe con Wan Guld y toda su familia no podré descansar junto a ellos.

Un relámpago iluminó el puente de mando, donde los sollozos del Corsario Negro, roto entre el recuerdo de sus hermanos y la culpa por haber matado a su amada, se vertían al fondo del mar.
-Mira allí, el Corsario Negro llora- se oyó entre la tripulación.

‘Es cierto, lloro. Pero no por mucho tiempo, porque la venganza ha dado un sentido a mi vida. Las voces de mi antigua raza de esforzados varones no cesarán sus gritos si no muero al asesino de mis hermanos.
¡Hablando de gritos! ¿No me atormentan unos gritos alegres de niños resonando en mi mente? ¿Serán fantasmas de la descendencia que hubiéramos tenido?
¡Oh, Honorata! La más bella de las sombras del Paraíso, no me atormentes, ángel de amor, por mis pecados.
¿Y por qué presagio maldito tirita ‘La Fulgor’ como una gabarra entre las olas?’

- ¡Tierra a babor!- gritó la voz del vigía.
- ¡Adelante, hombres del mar! En aquella isla se esconde el miserable Wan Guld.

El bajel pirata lanzó el ancla. Los piratas, fantásticos como sombras de humo, reptaron con sus botes por la superficie de las olas. Despiadados como bestias salidas del Averno, incendiaron, saquearon, mataron. El Corsario Negro se llegó, como guiado por una infalible determinación, a una discreta choza.

- ¡Ah, cobarde! Sabía que elegirías un escondite discreto para burlar a la Muerte. Pero no lo conseguirás, porque la Providencia está conmigo, como con Edmond Dantès.

El Corsario Negro apretó firmemente el cuello del viejo gobernador. Su rostro, convulso, enmudeció y se deformó monstruosamente en una máscara alargada como la faz de un hombre joven.
- ¡Long John Silver! ¿Qué haces aquí, donde ha un instante yacía Wan Guld?
- Long John Silver es mi cliente. Puede que no merezca proteger a alguien así por 50 dólares mas gasolina, pero el crimen es mi negocio.
- ¿Y quién eres tú?- balbuceó aterrorizado el Corsario Negro.
- Philip Marlowe, detective privado y te voy a invitar a un cochinillo de Segovia.

- Desde Segovia hemos venido a Donosti para que te duermas con tus lecturas todas las tardes en el gabarrón.
Me desperté sobresaltado, sin saber qué decir.
- Ve ahora mismo a nadar con tus amigos- me gritó mi padre, consultando su iphone, emboscado en el gabarrón detrás de su periódico.
Sumergirme en la fantasía siempre fue para mí más agradable que la realidad. Pero, ¡mil rayos y truenos!, con once años y en verano, la época del año en que la realidad parecía volverse cálida como una fantasía, ¿quién no disfrutaría del gabarrón de La Concha?
Me zambullí como en una aventura literaria más, seguro de que la isla de Santa Clara sería por fin testigo de la venganza del Corsario Negro.

Fin



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'Praxis'. Drama existencialista argentino en un acto.

'Praxis'. Drama existencialista argentino en un acto.

(Estación de tren. Poca iluminación, suponemos que es la última hora de la tarde. Los pocos usuarios del subte que aún quedan en la estación salen de los vagones).

- Daniel: ¿Éste tren aún va hacia el Congreso?
- Revisor: Sí, señor, es el último servicio.

(Un señor de larga barba blanca y expresión beatífica y radiante se acerca a Daniel).

- Señor: Te regalo un consejo. No subas a ese tren.
- Daniel: ¿Desde cuándo un mendigo regala algo? ¡Piérdete, abuelo!
(El señor se retira con una expresión neutra en el rostro).

(El tren comienza a moverse. Daniel busca un sitio y se sorprende al ver que solo otro pasajero viaja en el vagón. Éste se agita nerviosamente y parece dudar si comenzar una conversación. Finalmente busca una retahíla, rápida e incomprensible, como una respuesta de examen mal estudiada y vomitada).

- Nemesio: ¿Cómo, cómo, cómo se encuentra? Me extrañaba no ver a nadie en el vagón. Una situación poco común, ¿no cree?
- Daniel (responde con desdén): ¿Y qué me cuenta con eso, buen hombre?
Cualquier situación es poco común, todas son nuevas. Sólo hay que dominarlas, tranquilícese y no me moleste más. (Consulta la hora en su iphone y abre 'La Nación' con un sonoro bufido).
(El revisor, impasible, asiste hierático e indiferente a la brusca relación de sus únicos dos pasajeros).

(Pasan dos minutos. Nemesio trata de fingir una tensa calma, mirando al reloj y traqueteando la ventanilla con sus dedos. Un ruido inhumano, como un alarido apagado, se oye desde las vías. Nemesio se agita y se levanta de su asiento. Se dirige al revisor, gritando).

- Nemesio: ¿Qué fue ese ruido, señor? ¿Qué pasa aquí?
- Revisor: Cálmese, es algo muy común. Las ruedas a veces chocan violentamente con las vías y chirrían. No tema nada, señor.
- Daniel: Eso es, y que acabe pronto esto ya. No podría aguantar a este caso clínico más.
(Nemesio lo mira con una expresión de dolor contenido. Permanece en silencio).

(Un súbito estruendo sacude el run-run metálico del tren. Un fuerte olor metálico irrumpe en el vagón, instalándose con una invisible presencia).

- Nemesio: ¡Aaaah! (Libera todo su terror, con una seca expansión, con el furor de un sentimiento desamortiguado que hubiera perdido un retén).
- Revisor: ¡Señor, cálmese, por favor! ¡Se trata de la goma de las pastillas del freno! ¡Se quema cada vez que aminoramos la marcha! ¡De ahí viene el olor!
No se preocupe, confíe en mí. Llevo muchos años en esto. (Vuelve a cuadrarse en un postura pesada e inerte).
- Daniel (tras perder su paciencia intenta razonar con Nemesio. Deja ‘La Nación’ apartada en el asiento con un movimiento lento y lastimoso): Mire, señor, como se llame.
-Nemesio (escondiendo la voz): Nemesio…
-Daniel: Tanto más da. Mire, yo tampoco confío en la gente. Sólo hay que abrir este diario para perder la fe en el prójimo. Pero aquí nuestro amigo el revisor tiene razón. ¿Que usted oye ruidos raros o empieza a oler mal? ¡No se preocupe! ¡Es normal, esto es la Argentina!
-Nemesio: Pero…, pero…
-Daniel: ¿Qué?
-Nemesio: Pero es que a mí esto me resulta familiar.
-Daniel: ¡Y claro! A todos… este país es así.
Verás, para que te calmes. Mi mujer y mi hija saldrán del país dentro de una hora. Si no llego a Ezeiza a tiempo se irán para siempre. Ella quiere divorciarse y yo lo voy a impedir, ¿me entiendes?
Pero al final este tren llegará a su hora y yo las alcanzaré en el aeropuerto.
¿Por qué? Porque contra toda lógica, al final se hacen las cosas en este país. Así que dejá de joder y calmate, que seguro que lo tuyo no es tan grave.

(Nemesio asiente con movimientos descontrolados de cabeza de arriba a abajo. Apoya las palmas de las manos en los muslos y permanece callado).

(Un minuto transcurre. Daniel ha vuelto a abrir ‘La Nación’ y Nemesio tararea cantinelas incomprensibles).

-Revisor: ¡Tranquilos, señores, esto es absolutamente normal!
(Inmediatamente después de la advertencia del revisor, la velocidad del tren se duplica).
-Daniel (su cara se incrusta en la sección de política del diario): ¿Cómo que esto es normal? ¡Casi me partí la cara contra el asiento de enfrente!
-Nemesio: Sí, y usted, revisor, ¡su cara se ha vuelto completamente roja, como le ocurrió a mi mujer!
-Revisor: Perdone, señor, usted delira. Esta aceleración está prevista para este tramo del trayecto. Es algo completamente normal.
-Daniel: Sí, ¿qué le pasó a su rostro? ¡Está colorado como un tomate! ¿Qué dijiste de tu mujer, Nemesio? ¿Qué sabes tú de esto?
-Nemesio: No, no fue nada.
-Daniel: Dílo, ¡dependo de ti! ¡Quiero salir!
-Nemesio: Pues…, pues…, ella volvió un día de esta misma línea errada y ya nunca fue la misma. Se comportaba extraño, me mentía, su cara cambió a un color rojo, como la de ese señor.
-Revisor: Cálmense, señores (con mareo en la voz, en un rugir de nervios por vez primera).
-Daniel: ¡No le hagás caso, seguí!
-Nemesio: Tuvo varias crisis como aquella y yo creí que eran tonterías, melindres de gran mujer venida a menos. La obligué a volver al tren, al origen de todo, a que reencontrara la línea correcta. (Pausa. Empieza a sollozar débilmente). Y ya todo acabó, en una crisis final… la obligué a actuar y… ¡me equivoqué! (Grita. Rompe a llorar desconsoladamente).
-Daniel (asustado, como si creyera comprender algo al fin): ¿Quién… quién es tu mujer?
-Nemesio: Es, es… ¡la Argentina! (se desploma al suelo).
(Daniel, sobrecogido, reacciona como un autómata y ayuda a Daniel a levantarse del piso. Este se recupera levemente).
Desde entonces ya no vivo tranquilo, estoy nervioso, me sobresalto y no puedo actuar. (Mira fijamente a Daniel). ¿Cómo saldremos de ésta?
-Revisor (se interpone entre Daniel y Nemesio): No haga caso, su mujer seguro que está bien.
-Nemesio: ¡Y tú que sabrás! ¡Nunca la conociste!
-Daniel (al revisor): Es cierto, ¿qué es lo que ocurre aquí? ¡Dínoslo ya o este tren perderá a su revisor!
-Revisor: ¡Y con él se perderá todo! Pero está bien, infelices, como os dije, no hay nada que temer: esta línea va a la raíz del mal, al mismo infierno. Las religiones os prometen vivir otras vidas después de esta, reencarnaros. Yo os prometo vivir varias vidas dentro de la misma. La gente cambia, sí, porque el Mal les tienta. Tu mujer cambió tras venir aquí. Quizá ahora esté viviendo como otra persona, en otro lugar.
-Nemesio: ¡No, revisor! Se equivoca ahí. Está en el lecho, en su casa, en mi casa, herida, pero recuperándose y un día sanará. ¡Pero vos seguro que ya no!
-Daniel: ¡Nemesio! ¡El mal nos tienta, es cierto, pero podemos decidir qué hacer! ¡Vos podés hacerlo, ya no estás paralizado! ¡Actuá!

(Un rayo de luz destruye la oscuridad que rodea al vagón en movimiento. Una ventana al exterior se abre en la pared del túnel).

-Nemesio (Saca un cuchillo de su maletín. Espera un momento. Su rostro se ennoblece y la ira cambia milagrosamente en un resplandor armónico): Voy a actuar, sí. Algo que sha hace mucho no podía hacer. Y lo haré con la potencia humana más fuerte: respetaré tu vida.
Si todos aprendemos a cooperar, este mundo podrá cambiar. Pero, ¡cuidado! Te estaré vigilando…

(Un matiz de confusión crece en el rostro del revisor. La velocidad ha cesado de repente. El revisor está hundido en un asiento, con las manos velando su rostro, quizá recordando emociones perdidas, que luchan por un rescate).

(Se abren las puertas del Subte. Destino Congreso. Pleno día en el exterior. La gente va y bien con total normalidad. Nemesio y Daniel salen, cansados, envejecidos, como extenuados tras batirse en otra dimensión. Sin embargo, sus rostros muestran una fuerza y un resplandor especiales, contrastando con la prosa anodina de la calle).

-Daniel: ¿Sabes, Nemesio? Si nosotros pudimos colaborar y tentar al mal que nos rodea a volverse en bien, quizá no sea tan normal lo que le ocurre a la Argentina, tu mujer, la mujer de todos… Hay vida, hay esperanza.
-Nemesio: Gracias a Dios.
(El señor de larga barba blanca, de expresión afable y buena, pasa de nuevo a su lado y sonríe en paz).

FIN


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lunes, 4 de enero de 2010

Patio de mujeres


‘Patio de mujeres’

Tendría unos cuatro años. Es curioso cómo guardamos todos un primer recuerdo de nuestra vida. Para mí el inicio de la infancia comenzó debajo de un viejo sillón acrílico. Estaba buscando una canica que había perdido aquella mañana jugando con mi amiga Rosa.
- Bajad la voz, que ha entrado la niña – susurró la abuela Clara.

Yo oía perfectamente todo lo que decían y entendía más o menos el sentido de esas conversaciones de patio. Me hacía la distraída y comenzaba a jugar con la canica –supongo que una niña huérfana es capaz de divertirse con las cosas más simples-, mientras aguzaba el oído, intentando entender la razón de esos misterios vedados al oído de los niños.
La abuela se levantaba en esos momentos fatídicos en los que yo buscaba agarrar el significado de aquel mundo de mayores y me sacaba del patio a la sala de estar.
Pero algunas veces, el favorecedor mimo de mi madre intervenía y yo, como ajena a la conversación de las mujeres, me quedaba fingiendo un infantil ensimismamiento en el juego.
- Déjela, madre, ¿qué va a entender? Si es una chiquilla.

La abuela, que por aquel entonces ya empezaba a estar más que entrada en carnes, se levantaba trabajosamente de la silla, cogía la baraja y el abanico del arcón y repartía cartas mientras se abanicaba.
Con ello pretendía distraer la conversación hacia las cartas, incómoda como estaba de que yo pudiera seguirla.
- Esta calor no permite parar- decía la prima Lola con su gracia del sur mientras recogía las cartas.

Y es que nuestro patio era un hervidero. Era un patio de Sevilla, amplio pero cerrado, encuadrado por los altos muros de una casa de vecinos de tres alturas. En el patio pasé mi niñez y saboreé cada momento en que casi furtivamente mi presencia, como por un sortilegio de magia, se volvía invisible para los mayores. Pese a ello, siempre percibí algo extraño en el patio, como un aviso sólo percibido por mi estómago.
Este patio, con todo su aspecto de grandeza venida a menos, con sus azulejos y mosaicos árabes ya mohínos, con su fuente seca, con todo ese hechizo añejo, parecía incompleto.

- Mamá, mamaíta, ¿cuándo vendrás a que te enseñe el patio de la Rosa?
- Quita, niña, no quiero mezclarme con esa gente ‘perdía’- me respondía mi madre.
Yo no entendía aquello de la gente ‘perdía’. Siempre que quería, cruzaba el caminito de tierra que separaba nuestras casas y entraba en el patio de la Rosa. ¿Por qué estarían ‘perdías’? Yo siempre lo encontraba fácilmente. Además aquel patio tenía una hermosa reja negra con las barras terminando en avellanas doradas y una grandiosa fuente que refrescaba y aligeraba las pesadas tardes de verano.

- Mamá, ¿por qué nuestra fuente está seca?
- Calla, niña.
- Y la puerta no deja ver la calle.
- No hay ná que ver en la calle- respondía mi madre con la entonación de no querer oír un quejido más.
- Tiene razón la chiquilla. Aquí se asa una de la ‘caló’- decía Lola.
- Corta- concluía la abuela plantando la baraja en el lado de la mesa de Lola.

Lola entonces cortaba y se mojaba un pañuelo por el cuello. Mi tía Lola era joven y bella. Siempre pensé que la reñían al hablarle, más que a mí, y no lo entendía, porque, si bien yo era una niña, ella era ya una persona mayor.
- Y ponte algo más decente- le decía mi madre.
Esos trapos leves, siempre tan ligera, parece que vayas provocando.
Lola se callaba y seguía ungiéndose el cuello, moreno y espigado como una caña. Yo soñaba ser como ella de mayor, con esos pechos grandes y morenos que se pegaban a la tela mojada del vestido.
- Y a saber que harás con tu amiga de la calle alta. Siempre juntas, riéndoos.
A tu edad yo ya estaba casada, cuidando de un hombre y haciendo hijos.
- Es que hoy en día ya no quedan hombres- musitó tímidamente Lola.
- Siempre la misma excusa- respondía mi madre.
- Corta- plantaba la abuela el mazo sobre la mesa.

La prima Jacinta se sentaba en el último rinconcito de la mesa. Lola vestía un traje recatado, negro como una noche con una luna de encajes blancos en el cuello. Apenas intervenía en las conversaciones y si lo hacía, se limitaba a responder con voz de pajarito alguna pregunta.
Jacinta tenía hechuras de mujer bella, siempre lo pensé, pero se había marchitado. Detrás de ella había una palmerita seca posada sobre un cuadradito de césped discreto. Parecía que hubiera elegido sentarse ahí por afinidad con aquel árbol.
Cásate, escribe un libro y planta un árbol, nos decían por aquel entonces en la escuela. Sabía que la prima Jacinta nunca haría cualquiera de las dos primeras cosas, pero en cuanto a la palmera, parecía que fuera una extensión suya, que hasta se parecieran físicamente, ambas altas y delgadas, ambas un poco marrones y con aspecto solitario y triste.
La fuente seca, la palmera con el cuadrado de hierba, el piso de cemento exhalando un calor pesado e invasor como el fuego, las paredes enyesadas de una cal sucia y sombría, el gran portón ciego imposibilitando el contacto con el exterior, con mis amigas, con las demás mujeres del pueblo.
Tal fue el escenario donde me crié. Si hoy, según os lo narro, puede parecer opresivo o siniestro, no lo vivía así desde luego cuando era niña. Aprendí a jugar a las cartas, sentí el hilo conductor de la familia y su sangre en las hebras de mi madre y mi abuela. Fantaseé con ser una mujer sensual y bonita como era mi prima Lola e imaginé cuál podría ser la ocupación de Jacinta cuando, estando sola, fuera del patio, no tuviera que responder con monosílabos ni parecerse a una palmera vieja.
Lo único que me parecía raro era aquellos silencios cada vez que entraba al patio, esa sensación de pesadez en el aire, pareja a un espejismo fantasmagórico creado por la transpiración del piso de cemento.
¿Qué es lo que yo no debía oír? Cada vez que entraba en el patio, deseaba más y más conocer el secreto escondido en ese patio de mujeres.
Hasta yo misma me volví misteriosa. Aquella niña traviesa y misteriosa que jugaba con mi amiga Rosa en el patio del otro lado de la calle, gozando de su luminosidad fresca, del agua de la fuente, de sus risas de agua de Rosa, cambió hace una niña soñadora, ensimismada, un poco ausente.
Mientras Rosa me remojaba alrededor de la fuente, cuando nos perseguíamos jugando al pilla-pilla, comencé a crear un yo paralelo, una escisión de mí misma que con una angustia infantil se lanzaba preguntas que no sabía responder: si Rosa y su familia eran unas perdidas, ¿dónde se habían extraviado? ¿En la bodega de la casa? ¿Qué había de malo en mis juegos con Rosa o en los de mi bella prima Lola con su amiga de la calle Preciados?
Comencé a sentir repulsión hacia este patio, hacia Rosa, hacia sus sonrientes tías y madre. Si allá el clima era fresco y en mi casa todo se resquebrajaba por un calor insistente, si todo era seco, si mi abuela y mi madre eran secas, si apreciaban a mi prima Jacinta por su talle de palmera vieja mientras que la fresca Lola era renegada, ¿no significaba todo aquello que mi familia había encontrado el modo bueno de ser y que la Rosa y su familia lo habían perdido?
Sí, pensé que por eso sería, que por eso eran unas ‘perdías’.
Resolví interiormente despreciarlas, con la irracionalidad instintiva con que puede despreciar una niña de seis años. Hasta Rosa notó el cambio interior que se había obrado en mí. Quizá por eso discutimos y dejamos de vernos.
Ya no era una niña alegre ocupada durante mis juegos en descubrir los secretos de mi amiga, de su familia o de su patio. Ya no era una niña alegre. Era una niña triste. Me volví una Jacinta en pequeñito, un brote joven de palmera mustia.

- Esta calor no se puede aguantar. Se me mete hasta en los huesos, me aplasta con su peso… como si tuviera una persona encima- se quejó Lola una tarde.
- Hace tiempo que en este casa no se siente el peso de un cuerpo sobre un cuerpo- respondió secamente la abuela cortando la baraja.
-¡Calle, madre!- gritó mi madre. Las venas se le hinchaban alrededor de los ojos y sus cuencas parecían más profundas, con un color amarillento. Ahora que soy mayor, cada vez que recuerdo esa imagen colérica, pienso en una figura del Greco.
¿Y a qué obedecía esa cólera? Yo ya me había vuelto observadora y triste, pero pese a esas nuevas cualidades de espíritu, seguía sin desvelar el misterio oculto entre las paredes del patio. Si las paredes fueran bellas rejas negras acabadas en adornos como avellanas de oro, el secreto se habría colado en el aire a través de las rejillas y el aire le habría despojado de ropajes oscuros de secreto y el secreto, desnudo, ya no sería secreto, sería verdad. Pero entonces yo no sería yo y el patio de mi niñez habría sido otro patio, abierto, luminoso, fresco y frondoso, como un mundo distinto que pudo ser y no fue, como un mundo en pequeñito, como el rocío de una rosa. Y yo sería mi amiga Rosa. Pero no era Rosa. Seguía siendo la pequeña Angustias y sabía que en adelante nadie más me diría que mi nombre no se parecía en nada a mí. Era una niña triste en busca de un secreto.
- No he de callar- gritó la abuela soltando el mazo sobre la mesa.
¡La vida es eso! El peso de un cuerpo sobre un cuerpo. En esta casa encerrada hace ya demasiados años que el único peso que entra es el del calor por las ventanas.
- Es que ya no hay hombres como los de antes, abuela- dijo Lola.
- Ya no hay hombres, la guerra terminó con lo que quedaba de ellos- zanjó la abuela, mientras una lágrima rodaba por los lunares de su vestido.
El patio se quedó en silencio. Un silencio de verano, caliente y pesado.
Cuando una niña se da cuenta a los seis años que la ligereza y alegría han huido de su pecho diminuto, sabe que la pesadez, la gravedad y las ropas sombrías como las de la prima Jacinta acabarán por asentar el vacío en su corazón. En esos días la niña que yo era se volvió vieja, como si ya tuviera los mismos treinta y un años que tengo hoy.
Quizá por eso ya no me mandaban salir del patio.
Y quizás por eso también, porque ya no me ordenaban salir del patio, yo quise salir del patio, porque cuando a una niña se le agría el alma ya no busca jugar por las esquinas ni oler a nardo en los patios. Te vuelves retorcida con la edad.
Quise salir del patio, quise seguir a la Lola y saber dónde pasaba las mañanas, quise seguir al viento fresco que jugaba con sus cabellos… quise volver a ser ligera.
Quise olvidar que mi alma me pesaba más que el calor que nos aplastaba el cuerpo. Te vuelves retorcida con la edad.

A las mañanas Lola iba a hacer sus recados, o eso nos decía. Pero yo sabía que Lola traía viento ligero enredado entre sus cabellos y que todo lo fresco y ligero no podía provenir de nuestro patio, tan cerrado y prieto por un calor que nos mustiaba como jacintos muertos.
La seguí. Salí del caserón por la puerta de atrás. Viento. Parecí revivir, sentí mis venas invadidas de nuevo por la infancia. Mientras seguía a Lola pasé por delante de la verja de barras negras acabadas en nuez dorada. Ví a Rosa, fresca, delante de su fuente. Levantó la mano con una mueca agridulce en el rostro. Devolví emocionada el saludo pero rápidamente bajé la mano, retenido mi brazo por una batalla entre mis seis años y los treinta y uno de mi edad retorcida.
Seguí caminando. Lola había entrado en un viejo palacio de dos pisos de la calle Mayor. Entré por la puerta abierta y subí por su escalera de madera, entre paredes lóbregas aclaradas tímidamente por destellos de cal. Unos sonidos extraños me guiaban con un canto hipnótico, como unos jadeos estertores de muerte… de muerte de una forma de vivir, de nacimiento de otra. Pero eso no lo entendí hasta instalarme completamente en los treinta y un años.

Lola, desnuda y bella, acariciaba un bebé que se resbalaba entre sus brazos por los pechos relucientes de sudor. La luz de una ventana doraba su cuerpo en aristas de oro y, mi vista, aturdida por el brusco tránsito entre la oscuridad y el fulgor, me hizo creer que experimentaba una alucinación.
Cuando reaccioné y pude abrir los ojos, acabé de contemplar aquella imagen, semejante a un lienzo de un nacimiento profano.
Andrea, la amiga inseparable de mi prima, también desnuda, abrazaba protectoramente a Lola y al pequeño.
Se me escapó un grito de horror y huí.

Aquella tarde Lola no volvió al patio y sin ella, los brazos del calor nos apretaban más las sienes y nos volvíamos más locas.
La abuela cortó el mazo de la baraja. Repartió cartas. Una mosca asfixiaba zumbaba con el ala rota.
- Sirve- dijo mi abuela.
-Bastos- respondió mi madre.
- ¿No echas triunfo?- preguntó la abuela a Jacinta.
-¿Me está permitido?- replicó Jacinta.
- ¡Qué cosas tiene esta niña!- dijo la abuela.
Siguieron lanzando las cartas como ralentizadamente sobre la mesa. El calor, más pesado que las otras tardes, lo paraba todo, hasta la raíz del movimiento.
La mosca de ala muerta era cubierta por un moscón colosal.
- Esa mosca está gozando- dijo la abuela.
- ¿Por qué, abuela?- pregunté yo, que ya no era expulsada nunca del patio.
- Porque la cubre un macho como un toro. El macho, macho y la hembra, hembra. Es lo único que hay… y no sé por qué seguimos consumiéndonos en un mundo que ya no es así.
- Madre, ¡calle!- gritó mi madre.
Jacinta se quebraba como una flor moribunda privada de tierra fértil. La falta de Lola y su viento fresco guardado en sus cabellos se sentía y el fuego de cinco soles parecía ocupar su ausencia. Yo sudaba como un río que nunca llegaría a unirse con el mar. El fuerte brazo de la locura amenazaba con estrangularnos a todas.
- Un macho como un toro cubre a la hembra, que siente su peso y se estremece.
En este casa ya sólo se siente el peso del calor que nos aplasta- repetía la abuela, demente, como cantando una nana.
Una lágrima comenzó a rodar tímidamente por la mejilla de mi madre.
- ¿Por qué lloras? Todas las demás del pueblo han aceptado cómo son las cosas ahora. Mira a la Lola. Sólo a ti te pena haber malgastado la última tierra fértil que nos daba la Naturaleza.
Mi madre comenzó a pellizcarse con furia las mejillas hasta hacerse sangre. La abuela había recuperado el mazo de cartas y lo guardaba entre las manos, como indiferente a todo. Jacinta parecía asfixiarse y jadeaba intermitentemente, la primera vez que la veía reaccionar con algo de emoción. Yo lloraba.
- Mamá, ¿por qué tienes sangre?- pregunté sollozando.
- Esta sangre, tan roja como las rosas, se desborda de mis venas, de tanta simiente que vertió en ella el pobre Miguel. Tres hijas como tres amapolas me hizo. ¡Mire usté el color, madre! ¡Mire usté el color!
- ¡Mentira otra vez! Mi Miguel, fuerte como el alba, no dio hijos porque se derramaba en tierra yeca. Tuviste tus hijas con la Lidia, la madre de estas dos. Igual que se hacen hoy las hijas.

Mi madre lloraba sin parar y la mezcla de las lágrimas y sangre manchaba su rostro con una mueca monstruosa. Jacinta también se rompió en mas lloros y me dirigió una mirada sostenida, como envuelta de un mensaje especial que no supe descifrar hasta unos segundos más tarde, cuando cumplí treinta y un años.
-¡Pobrecito! ¡Ay! Ya venía muy mermadito, como todos los hombres, rotos por las prisas de la vida, la polución, la vergüenza de ya no ser machos. Se rompían por las esquinas como embalses viejos, por cuyas grietas ya no se derramaba semen, sino hojas secas-gimió mi madre.
Jacinta salió corriendo desconsolada del patio y sin saber por qué advertí en ella un aire familiar ignorado hasta entonces.
- La guerra nuclear acabó por extinguirlos. Dentro de unos años, mi Angustias habrá olvidado la idea de lo que era un hombre- exclamó mi madre.
- Ay, mi Miguel, más bello que el amanecer- lloró la abuela.
En ese mismo instante mi inocencia de cinco años se perdió para siempre y cumplí los treinta y un años que tengo ahora.
Un moscón toro cubría a la hembra de ala rota.
Fin

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