martes, 19 de octubre de 2010

Hombre de Palabra

—¿Es cierto que anoche al volante preguntaste qué pedal era el del freno y cuál el del acelerador? —rió Maureen sorprendida.
—No es así. Charles y Shaun estaban borrachos— los indiqué— y me pidieron que condujera. Y al sentarme al volante, no lo pregunté—. Me pausé con seriedad—. Lo afirmé: éste es el volante y éste el acelerador.
—¡Ah! Lo afirmaste. Eso me deja mucho más tranquila— añadió Maureen con sorna.
—Podéis creerme. Soy un hombre de palabra— sentencié entre las risas de mis amigos.

Y así fue. Mi iphone marcaba las 2 a.m. Mis amigos, ebrios, no estaban para conducir y accedí a llevar el auto. Imagínalo, aunque ahora te sea difícil: la carretera recta de ciudad y sus calles. Difusas luces delimitando locales y restaurantes lejanos y bajo lo que la luz no alcanza, restos de la noche. Ya sé que hace frío, pero escucha. Me acerqué al pequeño 4x4. Me acomodé en el puesto de conductor. Charles se sentó a mi lado y Shaun atrás. Estudié el volante deportivo y sus tres radios de chapa agujereados. Advertí la ausencia de una palanca de cambios manual. Comprobé los retrovisores interior y exteriores. El auto estaba aparcado en batería y había que sacarlo. Calma, sé que el agua está fría, yo también la siento. Miré los pedales. No había embrague. Los sentí con los pies. Con solemnidad dije:
—Éste es el freno y éste el acelerador—. Un momento de silencio siguió. Charles y Shaun, inexpresivos, se miraron. Rompieron a reír. Shaun reconsideró su grado de embriaguez y cogió el volante. ¿Ves cómo soy un hombre de palabra? Dije que a la izquierda estaba el freno y a la derecha el acelerador y efectivamente ahí estaban. Sí podrás aguantar. Tus miembros están rígidos pero es normal. Ahora ya sabes que soy un hombre de palabra: confía en mí y agárrate. Está bien, veo que sigues sin creerme. Pero ahora lo harás: ¿ves la cruz que cuelga sobre mi pecho? Es igual a ésa que llevas tú con sus cuentas. Con la cruz ahora sí te demostraré que soy un hombre de Palabra: la Fé en Cristo nos salva.

Con un gemido de esperanza salí de mi mutismo, cesó mi pánico y subí a la tabla que me acercaba el salvavidas.



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martes, 5 de octubre de 2010

Saturno mexicano

El viejo Saturno subía la ladera portando su viejo reloj de bolsillo, como cada noche. Pero como aquella era la noche de muertos y todo el pueblo se disfrazaba, esta vez Saturno no llamaba la atención. Sí lo hacía en otras ocasiones, pues Saturno era un viejo extraño. Inusualmente fuerte, el solitario anciano contaba a quien quisiera escucharlo que buscaba a su hijo por el monte, perdido desde hacía tiempos. Como nunca le conocieran hijo alguno y como lo buscara todas las noches, en el pueblo todos lo tenían por loco.

Había llegado ya a lo alto del cerro. Estaba solo, del resto del pueblo sintiéndose únicamente los ecos de las rancheras. Ni la total oscuridad ni la soledad alteraban a Saturno, determinado como estaba por la misión de encontrar a su hijo. Siguió caminando mientras consultaba insistentemente el reloj de plata. La hojarasca crepitaba bajo sus pasos. El silencio se aliaba con el roce de los líquenes contra sus dedos. Las ramas, oscuras y lúgubres como esqueléticas osamentas, golpeábanle inadvertidamente a su paso.

Dos jóvenes se acercaron a Saturno, ayudados de una antorcha.
—Dime, Saturno, ¿encontraste ya a tu hijo?— se burló Dionisio, embriagado de tequila.
—Aún no. Prometeo— se dirigió al otro joven—, ¿no me guiarías con tu lumbre?

Prometeo negó con la cabeza y Saturno prosiguió solo en su búsqueda. Volvió a abrir la corona de plata de su reloj de bolsillo. Desde que perdiera a su hijo, el tiempo, como un cuchillo, punzábale la conciencia, como si su insistente paso lo incomodara. Pero no era capaz de deshacerse del reloj, como si a través de él purgara un castigo divino. Y además estaba aquel sentimiento inexplicable que lo hería más que las punzadas del tiempo: algo le decía que de alguna manera era culpable del extravío de su hijo.
Mientras esta deriva de sus pensamientos lo angustiaba, un súbito brillo surgido entre unas ramas lo sorprendió. Su llama, acrecentada como una aurora boreal, iluminó la negrura del bosque. Saturno gritó, sobrecogido.

—¿Qué haces aquí, hijo? Ya te creía muerto— balbució ante la aparición.
—Lo estoy, Crono. Tú me devoraste.

Saturno se vio reflejado sobre el fulgor que desprendía su hijo. Reconoció, tras miles de años, su antigua imagen: la de un titán joven, fuerte, vigoroso. La de Crono, el desterrado dios de las cosechas y estaciones.
Prometeo, alertado por el grito de Saturno, volvió con su antorcha, sólo para ver al titán deslumbrado por un misterioso halo.
—Saturno, ¿eres tú?— preguntó aterrado.
—Soy el titán Crono y por fin he encontrado a mi hijo. El tiempo puede detenerse.

Saturno y el halo se volatilizaron. Prometeo, con su luz, alumbró el destello argentino del reloj que yacía en la tierra.


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sábado, 17 de julio de 2010

Hola, amiguitos. Habrá más relatos tras el verano. Hasta entonces, ¡a disfrutar de la playita! Saludos, l'auteur.


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viernes, 9 de julio de 2010

Edén recuperado

Un estanque sin murmullo. El verano colándose en la sustancia de cada ser vivo del jardín, como un panteísta cocinero que, dosificando justamente el calor, madura su material de trabajo: la vida. Ésta estalla en llamaradas de gases, en infinitas fiestas donde cada cosa arroja incisivos colores como espadas, en brasas que colonizan la piel e inflaman de ansias los espíritus. Un chico percibe desde el segundo piso de la casa el aroma de las flores. El viento, colándose por la ventana, entra por el cuello de su camisa y la infla, jugando en el corredor que separa el tejido y su piel. La chica mira al chico. La habitación está en silencio y el verano penetrándolos.

"Como puedes comprobar, el departamento es silencioso... casi como un ejercicio espiritual" susurra la chica, cuidando de no perturbar el sosiego. El chico se siente a gusto. Lleva más de una semana buscando alquiler. No esperaba encontrar por este precio un lugar tan amplio, casi en el campo, sí; lejos de la ciudad, por tanto. Pero piensa que esa tranquilidad quizá compense la inconveniencia de un trayecto más largo.

"Ay, chico, no sabes lo bien que se está aquí. Algunas tardes vuelvo del trabajo, miro el jardín, respiro, me paseo entre el silencio y subo a la habitación. Entonces pongo a Camilo Sesto y se me pasan las horas, como si no hubiera tiempo".

La chica enciende el cedé. La voz de Camilo vuela entre el silencio, acumulando en él un canturreo de sirtaki. Es agradable, piensa el chico, y se sorprende, no recordando lo bien que cantaba Camilo. Fluido, alegre... un complemento natural al silencio. Has vuelto, Melina, tus cantos reflejan el amor y se alzan a Dios, larara-lararai.
"Es de la época de mis padres" bromea el chico. La chica le sonríe, sus ojos chispeando. Se oyen pasos fuera de la habitación.
"Debe de ser Adam, el landlord. Es muy simpático, te lo voy a presentar".
Adam estrecha la mano del chico y con una amable verborrea le sugiere que no acepte el alquiler. Pero, ¿no era éste precisamente el casero?, se sorprende el chico. El hombre prosigue... "You don´t wanna live here. It´s too far away from the city, too large for just three people... even too expensive"
"Está de broma, no le hagas caso. Tiene una obsesión con que este jardín ya lo tuvo anteriormente, como en una vida pasada o algo así. Pero está deseando alquilártelo" interviene la chica.
A pesar de los ánimos de Eva, el chico, hasta entonces dubitativo como un cliente de auto usado que necesitara de un empujoncito, se deja convencer por ese hombre tan amable.
"Bueno, Eva. Ya nos veremos si apareces algun día con tu hermana. Saluda a Janet de mi parte". Eva lo despide con una decepcionada sonrisa.
El chico baja las escaleras, cruza el jardín y en la parada del autobús escucha la voz de Camilo emergiendo entre el silencio. Adam se siente aliviado por su acto de amor. Preservando a Eva en el pequeño edén sustituto, piensa que se ha redimido un tanto del día en que rompió con el Padre.




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miércoles, 23 de junio de 2010

Burbujas de vida

- Pasa a analizar la siguiente.
- El lector ya está encendido. Proyectando imágenes.
- ¿Qué tienes?
- Aparece el sujeto que portaba la muestra. Está en uno de esos espacios que observamos ayer en el avistamiento: Ya sabes… formaciones clorofílicas alimentadas por un sistema de savia y fotosíntesis. Lo que llaman bosque. Hay un grupo de sujetos manipulando objetos. Éstos emiten sonidos en sucesión ordenada. Otros individuos agitan las extremidades en un patrón impredecible de movimiento. Nuestro sujeto está entre ellos. Parece una fémina. Se le acerca un ejemplar del sexo opuesto. No comprendo… tras una comunicación corta, juntan los labios. La imagen se corta.
- Está bien. Suspendo otra burbuja más sobre el vector. ¿Qué ves?
- El mismo sujeto. Toca su vientre… está visiblemente abultado. Enarca los labios hacia arriba y relaja las mejillas.
- Espera… la gráfica del vector muestra una expansión de energía interna. ¿Cuál es la causa?
- Parece que el sujeto está creando una imagen autónoma que no ha ocurrido aún.
- ¿Qué es?
- Ve la imagen de un embrión en su interior. Una cría. Ahora la imagen retorna a ella. Vuelve a enarcar los labios.
- Interesante… el vector muestra una brusca plenitud en los sistemas de vida del sujeto- el alienígena cierra el lector. Las imágenes tridimensionales se desvanecen.
- No lo entiendo. ¿Y cada imagen estaba incrustada en las burbujas que erupta ese líquido?
- Así es. Ellos lo llaman recuerdos placenteros.
- Y emanan con la ingestión del líquido contenido en el recipiente que le sustrajimos a la hembra humana.
- Debe de ser un líquido muy poderoso. Tenemos que conseguirlo. Enciende el lector y amplia la imagen. ¿Cómo se llama?
- Cava catalán- el alienígena jefe, impresionado, apaga el lector.


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martes, 15 de junio de 2010

Cabeza y piel

Ana esperaba en la mesa de la terracita bajo el sol del verano. El calor la sofocaba. Para enfriarse pidió que encendieran un ventilador a su espalda. Se sentía muy mona con su vestidito azul floreado y mientras se tocaba la cabeza, con el cabello ordenadamente recogido, se preguntaba precisamente por qué había venido tan mona a la cita. Sabía que Juan, según había oído comentar, sólo quería meterse en sus faldas, usando sus propias palabras. Tras una relación larga no necesitaba nada de eso. Sólo sentirse tranquila. Si acaso, volvió a razonar mientras se tocaba la frente, tantearía la posibilidad de que Juan pudiera darle una relación seria, que es lo que buscaba. Por eso y nada más seguía mirando el reloj de su iphone a la espera de Juan.

Esas autopistas de cuatro carriles me crispaban los nervios. Me imaginé cómo sería el cuerpo desnudo de Ana. Pequeño, firme, curvado, femenino. Pasó a continuación por mi mente un destello de Pamela, mi última novia, e hice un esfuerzo consciente por apartarlo. Aceleré bruscamente. Me sequé el sudor del vello del antebrazo y sin apartar la vista de la carretera, pasé revista a mi indumentaria. Camisa de tiras y shorts blancos. Piel bronceada. Me juzgué muy atractivo. Ana no podría resistirse. Tina Turner cantaba en la radio ‘What´s love got to do with it’ y subí el volumen. Eso era, qué tendría que ver el amor con todo aquello, pensé, y volví a imaginar a Ana desnuda, esta vez incluyéndome en la imagen.

Ana, harta de consultar el reloj, miró a los jóvenes jugando al volley-ball en la playa. En un receso del juego, un chico hacía carantoñas a su novia. Ana sonrió. Pidió que apagaran el ventilador y desciñendo el pasador, se soltó el pelo.

Observé con gusto el mar al fondo de la ruta. Lo interpreté como una premonición de liberación y placer y de nuevo fantaseé con la desnudez de Ana.

Tras saludarse amistosamente y beber unas copas, se levantaron a bailar la salsa. Ana estaba contenta. Había olvidado su anterior relación, su necesidad de estar tranquila, incluso la posibilidad de comenzar algo serio con alguien. Sin darse cuenta dejó caer el tirante del vestido a la altura de su hombro.

Aparté un mechón moreno y besé el hombro. Sentí que era fresco y suave.

Ana, acalorada, se abanicó con la mano, sonrió, se soltó de Juan y se retiró.

Temiendo haberme insinuado demasiado pronto, la así nerviosamente por el brazo.

Ana se volvió con expresión sorprendida.

—No te vayas— dije sin pensarlo—. Te quiero.

—Sólo iba al baño— respondió Ana sin saber qué decir, al tiempo que retrocedió dos pasos y pensó que aquel chico había perdido la cabeza por ella. Ciñendo el pasador, se recogió el cabello y se marchó.

—Tú me sientes con la cabeza— grité al tiempo que sentí todo el calor del verano derretirse en mi pecho—. Yo te pienso con la piel— musité mientras Ana se alejaba.


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jueves, 3 de junio de 2010

…des morceaux de vie, pedaços de vida, slices of life, trozos de vida, dei brani di vita…

Un joven cruza la calle subido en su bicicleta. Repara en un agente de tráfico que intenta informar, con bastante torpeza, a un ciudadano francés que estudia un mapa de la ciudad en su iphone. El joven se detiene y baja de la bicicleta. Ofrece su ayuda al hombre francés, visiblemente asaltado por la angustia. Aliviado al oírle hablar en su idioma, explica su problema: tres días atrás la policía le ha tomado por un delincuente, le han puesto las esposas al disponerse a subir a su auto y ha acabado preventivamente en la comisaría.
Este día, ya liberado, pregunta al agente por la ubicación del depósito de vehículos, a dónde pretende ir para recuperar su automóvil.

Una sala de ordenadores. Una joven, acentuada su pronunciación por un ligero deje extranjero, consulta a un hombre la manera de encender una de las máquinas. Se la indica y tras unos minutos, la chica abandona la sala.
El hombre, sentado aún frente al ordenador, se rasca una ceja. Se decide a salir él también. Fuera el día es radiante. Distingue a la chica, se acerca e inicia una pequeña conversación en portugués. Se sientan en un banco, frente a frente. El hombre habla a la chica mientras observa sus senos, clareados y oscurecidos al mismo tiempo por una franja de sombra. Menciona, como casualmente y sin motivo, que Jayne Mansfield tenía unos senos desmesurados. Deliberadamente balancea un poco la cabeza hasta tener una visión más limpia de esa anatomía en claroscuro, se queda en una inestable postura entre acurrucada y torcida, pierde el equilibrio y se cae del banco. Se disculpa aduciendo su falta de dominio de la lengua. La chica lo abofetea, se levanta del banco y se aleja.

Durante una conferencia de prensa en USA, un jugador de basket foráneo es presentado como la nueva adquisición de un equipo norteamericano. A las cuestiones que plantean los periodistas responde con tono seguro y voz firme. Las portadas de los diarios deportivos locales destacarán la impresión de madurez desprendida por el jugador.

Un chico joven, de gafas redondas y con su tonsura (des)vestida por una alopecia aún no extendida, vomita una tempestad erizada de sonidos italianos dirigidos al altavoz de un ordenador portátil. De dicho aparato mana en respuesta una voz de genio de la lámpara. Sostienen una conversación. De ella se desprende que se trata de la madre del chico, discontinuamente llevando y alejando su voz a través de una marejada de olas digitales, sin espuma, crepitando burbujeos numéricos.
Otro joven se aproxima con la disimulada intención de cazar el sentido del estrépito. Arranca furtivamente la huella de una discusión sobre la religión, la movediza extremidad de un ‘la religione é quello que proviamo al nostro interno. Invece, la chiesa é un’istituzione, un radunamento di uomini che organizzano degli affari’.
El cazador de sonidos, pensando que su trampa no ha sido descubierta, pierde sin embargo el hilo de la conversación y dicho hilo no lo recupera ni en sus bolsillos.
El estudiante italiano, reparando que alguien lo acecha, se aleja al tiempo que sigue hablando con el reflejo de la voz de su madre.

Una turista de mediana edad se pasea por las calles de un barrio de origen ubicuo en New York City. Cuenta a sus hijos que tiene sed y les pide que entren a la tienda de comestibles. Quiere conocer el precio de las naranjas expuestas en las cajas del escaparate. ‘One dollar’, les responden con un sonido de lana, como la reverberación lejana de un desconocido código perteneciente a una realidad paralela.
Loca de alegría, aliviada, como si hubiera librado una extenuante batalla contra la humedad que al fin fuera recompensada, disfruta extasiada con sus hijos la agradable nueva de un kilo de naranjas a un dólar.
Sorprendidos y recelosos, entran de nuevo a la tienda para asegurarse de la veracidad de ese precio.
‘Es un dólar la pieza’.
Atónita, se marcha con la intención de aplazar por un tiempo más el alivio de su sed.

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miércoles, 2 de junio de 2010

Atmósfera de Miami (Vice)

— ¡Rapido! ¡El profesor Isi espera la carta que he impreso en el iphone!

Los dos hombres saltaron de un brinco ágil y se hundieron en los asientos del descapotable negro. Arrancaron, dejando una marca de neumático quemado sobre el asfalto y el rugido salvaje del motor suspendido en el aire.

— ¡Acelera, vamos! ¡Es vital que la carta llegue al profesor!

— Tranquilízate. Nunca me gustó escatimar el consumo de mi Ferrari.

Buscó entre el desorden de cedés acumulados en la guantera, sacó uno de Guns & Roses, subió al máximo el volumen del lector y aceleró bruscamente.

La americana se mantuvo impecable, con sus rayas y arrugas orgánicamente combinadas con el vuelo ligero del viento.

Los dos hombres, uno blanco, otro negro, fijaban con seguridad el horizonte de la ruta, con una fuerza imperturbable, algo de inefable colgado en la tensión de sus mandíbulas.

Ajenos al paisaje a su alrededor, conducían furiosamente, con una especie de persistencia ciega, primordiales fuerzas físicas en un universo cinético.

El Ferrari, ruidoso y negro, avanzaba convertido en centelleo brillante.
Las aguas de la bahía de Miami, inmóviles bajo las columnas de la vía elevada, adquirían dorados reflejos resplandecientes, fundido su tintineo lívido con el aire abrasado al paso del auto.

Un último acelerón, un brillo final de sol reflejado en las Ray-Bans, la brisa eterna acariciando los cabellos rápidos de los héroes.


¡Whaaaam!!! El Daytona gira sobre sí, dibuja una parábola que hiere mortalmente el tejido del aire y súbitamente se para y queda mudo, flexible, raseado como una pantera en reposo.


El hombre blanco (su ligera chaqueta ondeante y agitada como la primera mar de la tarde) desciende del auto y deposita la carta en el buzón de la acera.

— Dí, Sonny, ¿por qué nos hemos apresurado tanto para entregar este paquete?
— No te hagas ese tipo de preguntas, Ricco. Son demasiado complicadas. La vida de un poli es así. Recibes las órdenes, las ejecutas. Solo te puedo decir que el asunto del salario de los profesores en Florida es de importancia mayúscula.


El deportivo arrancó dejando un gusto a vértigo en el aire.







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miércoles, 12 de mayo de 2010

Arte útil

Museo de Arte Moderno de la ciudad de Nueva York. Una sala espaciosa, de absoluto blanco, con cuatro pilares y una franja de luz filtrándose por la cristalera del techo. La sala, casi vacía, transmite una sensación primordial, desnuda. Parecida a la que origina la presencia de dos actores —hombre y mujer— completamente desnudos, de pie e inmóviles en el centro de la sala, bajo una limpísima luz solar. Es la exposición ‘Great Nudity’ del MoMa.

Un viejecito, vestido con sencillez y con andares pesados e inseguros, se acerca a la pareja de actores. Se dirige al hombre. Roza la cabeza de nácar de su bastón contra la nalga del actor y susurra:
—Gracias. No sabes cuánto tiempo hacía que no sentía el tacto duro de la carne humana.
Se aleja, tal como ha venido, con su paso inseguro, un poco más ligero, más alegre quizás.

Los demás asistentes a la exposición van y vienen por la sala, leyendo las interpretaciones de la obra impresas, en negro sobre blanco, en las paredes. Describen círculos, retroceden, pululan laboriosamente como hormiguitas que a la postre convergen invariablemente hasta su particular hormiguero: el centro de la representación, la alegórica primera pareja humana.

—Las acciones del sector del automóvil están muy volátiles con la crisis—. Un hombre de cabello fino y facciones aristocráticamente angulosas, vestido con el traje, chaleco y la raya diplomática del banquero de inversión de Wall Street, aconseja al que parece ser un cliente. Se fija de soslayo en el desnudo frontal del hombre.
>> O puedes comprar acciones de Durex. Creo que estaban subiendo dos enteros—. El cliente asiente casi con una reverencia, totalmente atento a las recomendaciones.
>> Y si no Apple. La nueva aplicación de smart-phones, ésta misma —le muestra un iphone con parpadeantes cifras y gráficas de cotizaciones— permite seguir la marcha de los mercados en tiempo real. Va a ser la bomba. Pero vayámonos para llegar antes del cierre—. El banquero parte hacia la salida con paso decidido y el inversor le sigue presto, imitando su forma de andar.

Dos chicos de unos quince años, de uniforme y de piel fina, entran a la sala y sin más preámbulos se dirigen al cuadrado de sol que realza a la pareja.
—¿Qué haces, punk?— pregunta un chico a aquel que justo ha retratado con su móvil el sexo de la actriz.
—Se llama lomografía. Es sacar una foto accidental, normalmente a la altura de la cintura—. Habla lentamente, con pretendida sabiduría, como si estuviera impartiendo una clase magistral—. No se busca la brillantez técnica, solo captar el momento. Lo-mo-gra-fí-a. ¿Entiendes?
—Pues tú has captado lo que es lomo y lo que no es lomo.
—Vamos a Times Square— responde sin hacer caso—. La MTV presenta el último álbum de ‘Maroon 5’.
Los dos chicos salen rápidamente de la sala y se cruzan, sin darle importancia alguna, con Woody Allen y Soon-Yi.
—Woody (rápidamente y entrecortado): nuestra relación es, olvídate de lo que diga el ‘Post’. No, no deberías leer ese panfleto—. Se interrumpe y observa a la pareja de actores—. ¡Qué extraño! Esa mezcla de elementos: solos la luz solar y la primera pareja de la creación. Parece una singularidad cosmológica, un,… un ‘big bang’ de la existencia humana.
—Soon Yi: No te entiendo, Allen.
—Woody (mueve la cabeza, como para olvidar su digresión y retomar su primer razonamiento): Te decía que desde el punto de vista ontológico, la alteridad es. ¿Te acuerdas de Parménides?
—Soon Yi: No (responde con los ojos como platos, perdiendo parte de su orientalidad).
—Woody: El ente… uno, eterno e inmutable, ¿lo ves ahora?
—Soon Yi (observa a los actores mientras habla): Pero el miembro de ese señor es mutable, ¿no?
—Woody: Porque eso no es ente, es cosa.
—Soon Yi: Ah.
—Woody: Vamos al Odeon. Creo que dan una de Bergman.
Ambos salen, al tiempo que una pareja de japoneses, bajando reverencialmente las cabezas, les sonríe.
—Mujer japonesa: ¿No era ésa Soon-Yi? ¿La que se casó siendo menor?
—Hombre japonés: Sí,… coreana tenía que ser.
—Mujer japonesa (mira al actor): Fíjate en ese caballero con aspecto de Samurai. Lo más parecido a él en ti es el objetivo de tu Nikon.
—Hombre japonés: Sí, cariño (con la cabeza gacha retrae el objetivo de su cámara).

Otra pareja de actores desnudos cruza la sala hasta el cuadrado iluminado por el sol. Intercambian unas sonrisas amistosas con la primera pareja de actores. Estos se despiden y se alejan de la cuadrada escena. Desnudos como están, se mezclan entre los demás asistentes. Se paran frente a una pared y leen sobre ella algunas de las explicaciones del autor de la performance.
—Mujer: ¿Quieres creer que esta sesión me ha ayudado?
—Hombre: ¿Cómo?
—Mujer: Cuando actúo en el teatro, pienso que solo me miran a mí y me siento aterrada. Hoy he percibido claramente que ni se fijaban en nosotros.
—Hombre: Ése es el propósito sublimador del arte. Hacerte ser tú misma, sin miedos, solo tú y ahora. Tú misma, tu esencia desnuda de ser racional, con pensamientos racionales y productivos.

Fin






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jueves, 6 de mayo de 2010

El Club del Yutub (visión de un adolescente sobre Hamlet)

Extracto de la crítica literaria mensual del ‘Club de poetas del yutub’:
… es una obra llena de pasiones, venganzas, celos, amoríos, traiciones, ambiciones… me recuerda a la ‘Villa Ambiciones’ de Jesulín y María José Campanario.
Un pavo, Hamlet, aburrido en su castillo de Dinamarca, se pone a fumar hachís. Le da una alucinación muy chunga y ve a su padre, que las había diñado, y que le dice que fue envenenado por su propio hermano, esto es, su tío.
¡Genial!, ¿no? Como en lo de las tetas y el paraíso de Tele5.
Entonces va Lady Macbeth, una mala pécora y le calienta el tarro al tío de Hamlet para que siga en el trono y no se lo pase a sus hijas, unas ingratas ellas. Le dice que de ahí no lo mueva nadie, como a Fidel en Cuba.
Entonces Fidel, enfadado por la comparación, manda al castillo de Elsinoor a un negro de La Habana, muy celoso él, que se enamora de Lady Macbeth y la mata junto a Hamlet, porque como el negro era Montesco y Lady Macbeth, Capuletta, era un amor imposible.
La flipas, como en las películas del vampiro de Crepúsculo.

Bueno, en realidad no he leído Hamlet pero lo he copiado tal cual del rincón del vago conectándome con mi iphone.
Aunque, con tantas pasiones y movidas, capaz que los de jolivu adapten el libro en breve y nos enteremos mejor, ¿no?
Seguid conectados.

Firmado vuestro crítico literario, ‘el Hilustrao’.
Fin





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Inferior inferior

‘Cuatro millones de parados, ¡qué drama! Menos mal que hoy me ascienden. Me hurgo en el bolsillo y junto a mi vieja canica aparece la pelota de golf del partido del último viernes. No sé por qué está ahí, junto a mi canica talismán. ¿Qué haces rebuscando en la chaqueta, Javier? ¿Sigues jugando con la canica que me ganaste en el patio del colegio? Ríe Lucas, siempre tan delgado y con su paso seguro y ágil para estar en la cincuentena. Maldito seas, Lucas. Siempre riéndote de mí. Yo también he entrado en la cincuentena, pero con un paso peor que el tuyo. Sonrío tímidamente y bajo la mirada, asintiendo. Espero en la antesala de su despacho, sentado en una silla de asiento de cuero gastado y con el acolchado arrancado en el respaldo, que se me clava en los riñones. Entro al despacho con estos dos caballeros, Javier. Espera ahí, será cosa de un minuto. Lucas sonríe y entre el sol pesado de la sobremesa resalta el color blanco de sus dientes. ¡Qué sonrisa tan falsa tienes! Casi como esos ojos azules tuyos, tan inexpresivos, con los que camuflas siempre tus intenciones. Creo que gracias a eso me has superado siempre, desde chicos y siempre he sido tu inferior aunque secretamente me sienta superior a ti, un inferior superior. Porque con tu porte de niño bueno rubio y tu sonrisa y tus ojos inexpresivos, nunca he sabido anticipar tus intenciones. Ni atajar tus regates al fútbol, ni competir con tus requiebros a las chicas, ni prever tus maniobras a mi espalda. Siempre retorcido, nunca de frente. Me consuelo pensando que con el ascenso a directivo, diré adiós a las odiosas partidas de golf, a hacerte la pelota entre hoyo y hoyo y que por fin, tras toda una vida, te trataré de igual a igual y ya no seré tu inferior. Perdone, ¿quiere una taza de café, señor Sala? Rebotando en mis propios pensamientos, doy un pequeño brinco al oír a la secretaria. ¿Cómo? Respondo sofocado, como arrancado bruscamente de un sueño. El Señor Becerra me ha avisado por el comunicador que los candidatos saldrán en breve. ¿Candidatos? ¿No irá a darle mi puesto a esos mozuelos recién salidos de la universidad? La mano en el bolsillo, dejo de acariciar la canica y aprieto rabiosamente la pelota de golf. De perder el puesto, soy capaz de molerlo a bastonazos con su propio palo de golf. Porque, con todo, somos amigos y todo lo hemos compartido, hasta a Marga, que acabó por quitármela, aunque no del todo. El cristal traslúcido se emborrona con tres sombras que se agrandan y salen por la puerta. Lucas despide a los jóvenes de antes con un apretón de manos, se vuelve hacia mí y me indica con un gesto que ya puedo pasar. Me sonríe. Esa sonrisa falsa, esos ojos fríos. Si voy a ser el parado cuatro millones uno, me pagarás esta y todas las pasadas juntas, ahora mismo. Me siento frente a la mesa de cedro, rígido como el palo de golf que descansa en delicado equilibrio apoyado sobre el archivador. Javier, hoy es un día que nunca olvidarás. ¿Si será cínico? He explotado. Ya está, sin marcha atrás. No, no lo olvidarás tú. Interrumpo. No lo olvidarás como tampoco todas las veces que te he engañado con Marga. Pude haberlo hecho cuando los tres vivíamos en el pueblo. Pero esperé a que me la arrebataras. Me pauso e imprimo a la voz el odio acumulado en una vida. Casada me supo mejor. Javier, te equivocas, no sigas. Responde Lucas con la voz levemente alterada. Conozco cada libra de su carne, la suavidad de sus pechos, el olor de la violeta de su ingle, el sabor de su entraña… Embebido en mi glorioso instante de vendetta, enrojezco como un diablo y pierdo el resuello. Me levanto hacia el archivador, blando el bastón amenazadoramente y con el movimiento vuelco sin pretenderlo la hilera de documentos que descansan sobre la mesa de cedro. ‘Ascenso del Sr. Javier Sala a la dirección contable’. ‘Contrato de prácticas para estudiantes’. Me fallan las piernas y caigo sobre la butaca. Rebusco en el bolsillo y poso temblorosamente sobre el cedro la pelota de golf junto al bastón. Era broma. Río sonrojado, pero ya no como un diablo sino como cuando de niños Lucas me colaba un regate entre las piernas en el patio del colegio. Quería invitarte al golf para mañana. Imito cómicamente un swing alzando nuevamente el bastón de golf. Lucas sonríe extrañamente y me interroga con una mirada inexpresiva. ¿Estaré despedido? Nunca supe leer en esos ojos. ¡Si seré gilipollas!’.

Fin





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miércoles, 24 de marzo de 2010

Muguila (dedicado a un gran entrenador)

—¡Jose Antonio! —desde la grada una voz recorre la pista de atletismo. Nadie responde. Un hombre centra su atención en el vertiginoso bailoteo de números de su cronómetro de mano en el iphone.
—¡Más rápido, más rápido! — grita al atleta que corre en la calle uno.
El entrenador está cercano a la setentena. Tiene la altura y el cuerpo fino y longilíneo del antiguo corredor de 800 metros.
Sobre un bigotito indeciso, ni aparente ni discreto —¿una metáfora de su personalidad?— sus ojos, una extraña confusión de chispas de niño vivaracho y de resignación de jubilado ocioso, se exaltan al acercarse de nuevo el atleta por el paso del 400.
—¡Ahora despacioorl! —grita como Chiquito de la Calzada, acompañando de la mano el cómico ondeo de su voz.
¡En esta serie estás entrenando los cambios de ritmo!
El atleta no le ha oído. Ya está lejos, corriendo aún más rápido que en la vuelta anterior, como en pos de un resuello que le hubiera tomado la delantera.
El entrenador empieza a gesticular, desesperado.
—¡Mugui! —grita la misma voz de las gradas.
El entrenador sí se siente aludido esta vez . Sonríe y alza los hombros, como queriendo responder "y ¿qué quieres? Los jóvenes son impetuosos y no saber regular, siempre quieren darlo todo en el tartán".
El atleta corre ya por la mitad del óvalo.
—Muy rápido —grita el entrenador para sí mismo.
Mira el cronómetro de mano, se mesa los cabellos y se muerde el labio inferior para soltar inmediatamente el aire como en una explosión que estremece cada uno de los pelos de su bigote.
El atleta enfila ya la recta final del 100.
—¡Nooorl! —grita desesperado, otra vez con el deje de Chiquito.
Empieza a abrir y cerrar enérgicamente la boca y sus ojos casi llegan a cerrarse, como en un guiño.
El atleta pasa por línea de meta al límite de su velocidad y cae derrengado al suelo.
—¡La serie así no ha valido para nada! ¡Tenías que trabajar el cambio de ritmo, no ir a tope desde el principio! ¿Qué te ha dicho el ‘Mugui’? —le increpa agachándose a ras de pista. Enfadado, se da la vuelta y suelta un esputo.
—Es que… —responde dificultosamente el atleta postrado, aún sin recuperar el resuello fugitivo—, hoy estoy eléctrico, Muguila.
—Que me llaméis Mugui, pase. Que destroces la serie, ¡menos aún! —se pausa y le apunta con el dedo índice—. Pero que me llaméis Muguila, alias muecas, guiños y lapos, ¡eso sí que no!
Se vuelve mirando el cronómetro hacia otro atleta mientras se muerde el labio inferior y suelta explosivamente el aire con una mueca.
Fin



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El nerd (una caricatura).


Toda la vida lo hemos llamado bicho raro o grimoso. En estos tiempos anglófilos y despersonalizados sin embargo, lo llamamos nerd.
El nerd es un sujeto de edad indeterminada -sin iphone-, joven la mayoría de las veces, pero no necesariamente, porque su condición, como la tontería, no tiene edad. Asimismo suele ser hombre, pero puede haber excepciones.
Al nerd a veces también se le llama despectivamente cerebrito, pero no es imprescindible que destaque intelectualmente. Es suficiente con que tenga halitosis.
Aunque ya hemos prevenido que no es obligatoriamente una criatura brillante, al menos sí suele ser alguien instruido –al menos en los libros de ‘El señor de los anillos’- y por deferencia a esa instrucción no se le tilda llanamente de feo, sino de desagradable de ver.
Y es que el nerd tiene una barriga y una papada prominentes, una tez malsana de un color blanco huidizo del sol, unos vellos negros y gruesos, escasos en la tonsura del cogote y discontinuos en la barba, que es lampiña, blanca y brillante de caramelizado sudor viejo en ciertas zonas de las mejillas y poblada de gruesas espinas en otras.
Sus dientes son amarillos con altorrelieves en forma de grumos y su olor corporal es añejo, experimentado e invasivo.
Y es que el nerd odia las duchas tanto como el ejercicio físico. Las duchas comunales de un vestuario se revelan un tormento para él, pues unido al incomodo de desprenderse de sus costras y sudores –el nerd es un hombre de costumbres y cualquier cambio, incluso higiénico, le aterra- , ha de mostrar frente a otros hombres pústulas y secreciones varias, corriendo el riesgo añadido de liberar flatulencias de sonoridad y timbre exquisitos o regüeldos volcánicos en gases y abracadabrantes en estrépito.
La relación con el sexo opuesto supone un capítulo sensiblemente problemático para el nerd. Cuando el hombre nerd divisa a una mujer atractiva, la admira con el arrobo y postración que se dedica a lo inalcanzable, y sintiendo esto, segrega una baba amarilla y densa, ni gris ni perla, como de esputo impregnado de moco, casi seminal.
Esta imagen del semen cobra nuevos significados en el nerd, pues de ser cierto el aforismo ‘semen retentibus, venenus est’, el nerd ya está intoxicado. Y es que al no conocer mujer, rebosa de líquidos como un cráter y todos ellos se coagulan en forma de granos de base roja y cima blanca, que jalonan su rostro en un cromático contrapunto con la negrura de sus cabellos y de sus gafas –tenerlas en el nerd es imperativo, como también lo es que su montura sea de concha azabache-.
A pesar de todo esto, repele a las mujeres no tanto por su físico como por la extrañeza con que se dirige a ellas. Se aposta, mudo, a su lado, como una estatua, y en una suerte de enfermiza fijación fetichista les habla, cuando se arma de valor, fijando pertinazmente la mirada en sus pechos.
Por ello no socializa con amigos agraciados ni exitosos, pues ellos, cruelmente, lo apelan con el feo adjetivo de espantacoños.
Tiene un vozarrón grave de hombre, en él sorpresivo como un bofetón o como el timbre cambiante del niño ya púber. Y es que se asemejaría en bastantes cosas a un adolescente, pues su humor y bromas son igualmente infantiles, incomprensibles y autorreferenciales, de naturaleza plana y explosivas como una martilleante pulsión desvirgatoria no liberada.
Pero no todo es trágico en la vida del nerd. Como alguien dijo una vez, la comedia es una ecuación matemática que iguala a la tragedia añadiéndole el tiempo.
Así pues, con el paso del tiempo, el nerd deja de ser un descastado social y mejora. Comienza a trabajar como programador informático, lee la revista ‘El Jueves’ y colecciona con afán de experto copias de cine de terror, pornográfico y erótico-humorístico, acudiendo a festivales y reuniones del género con una cuchipanda de amigos similares a él, que tras criarlos Dios, se han juntado entre ellos.
De este modo, su necesidad de esparcimiento se ve ya satisfecha, pues gracias a su panda, las partidas de rol y las periódicas visitas a los prostíbulos donde le cargan tarifa doble, se siente finalmente colmado.
Y esta descripción se ajusta fidedignamente al nerd, porque como hacía Cela, está hecha con mucho cariño.
Fin




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jueves, 25 de febrero de 2010

'Fiesta en el páramo'


'Fiesta en el páramo' (homenaje a 'Lluvia ligera' de Thomas Pynchon).
Cuatro hombres arrastran con dificultad los pies por la arena de un camino. El denso sol de Junio hace saltar chispas en los granos de arena. Dos de los hombres, bailando juntos, la hollan y remueven con sus pasos.
- Chicos, acabad con ese baile o me voy a enfadar- grita Levine.- Ese tipo de relaciones no están muy bien vistas en Fort Roach.
Baxter y Picnic, hasta entonces entrelazados en un torpe intento de bailar el mambo, se separan rígidamente.
- Métete en tus asuntos, Levine- protesta Picnic.
- Sí- añade Baxter-. A éste y a mí nos echan hoy el lazo, nos casamos, mientras que tú sólamente te reenganchas. Déjanos preparar el baile como nos venga en gana.
Los cuatro siguen caminando con desgana a la vera del río seco. En la base militar de Fort Roach, en Louisiana, en 1957, no resulta común ver a cuatro jóvenes tan bien vestidos, con sus gorras relucientes y el uniforme de gala, enteramente de blanco, como una manada de espectros bajo el sol color limón.
Habitualmente el equipo de técnicos de comunicación de tercera categoría viste un uniforme simple, acorde a sus tareas simples. Hoy, sin embargo, es un día especial.
- Maldito séas, Levine -continúa Picnic con un acento sureño lento y suave-. Eres el maldito genio del batallón y te conformas con reengancharte al servicio junto a nosotros, como un especialista de tercera más.
- La paga es suficiente y cada vez me gusta más la música sureña de los garitos del pueblo- sonríe, sin mostrar si la sonrisa es claramente irónica o franca.
Pega un lametón a su helado de cucurucho, cuya crema derretida se desliza pegajosamente hacia el vértice del barquillo.
El grupo de amigos enfila un sendero de gravilla roja balizado por estacas de madera cuarteada. Sus mocasines, todavía arrastrados, crepitan sobre las pequeñas piedras del camino y la soledad del lugar amplifica el ruido de los pasos.
A través de las ramas desnudas de un árbol seco se adivina la lejana silueta de un buitre en las alturas.
El sol lo paraliza todo, hasta el viento, que no corre, como encorsetado por la lenta elasticidad del calor.
- Chico, me estoy sofocando -se queja Baxter, mientras las gotas de sudor le engrudan el cabello y empapan sus axilas.
- Maldito séas tú también, Rizzo -prosigue Baxter tras echar una ojeada al atuendo de Rizzo-. Ni una mancha de sudor. ¿Cómo lo haces?
Rizzo es un tipo alto y delgado, de tez brillante y gesto inteligente.
- Mira a tu alrededor- exhala una bocanada de humo, pastosa, que queda impregnada en la sequedad del ambiente-. Estamos en el páramo.
- ¿Y por eso tú no sudas, pedazo de sabihondo relamido?- interviene Picnic con el mismo hablar sureño dormido.
- No sudo, maldito asno de Louisiana, porque no quiero acabar siendo yo también parte del páramo-. Rizzo se atusa un bigotito como el de Errol Flynn con un minúsculo peine sacado de la levita del uniforme-. Las formas y un poco de cultura es lo único que nos queda en este maldito lugar.
Levine empieza a frotar un resto de helado que ha caído en su prominente panza. Como no sale, lo deja estar, maculando la blancura del uniforme. Saca un 'yo-yo' del bolsillo del pantalón y comienza a jugar con él. Rizzo se le queda mirando.
- ¿Ves a este tipo jugando al yo-yo, Picnic? Es más inteligente que todos nosotros juntos- dice Rizzo.
Levine desenrolla el yo-yo, ajeno a lo que dicen de él.
-... pero prefiere vivir en Fort Roach, rodeado de rocas baldías donde ni los árboles ni él puedan echar raíces, y evitar el trabajo y el matrimonio.
- A mí me suena bien- responde Levine brevemente.
- Hoy me caso- dice Picnic con el acento aún más cansado que antes-. Éste, en cambio, no se acuerda de las caras de sus diez últimas amantes.
- Milagros del 'scotch'- responde Levine.
El cuarteto sale del camino de gravilla. Han llegado frente a un gran barracón metálico de olor acre, coronado por una bandera inmóvil cuyas barras y estrellas se han raído por el calor.
Desde la antesala del club de oficiales, adornada por la única parcela de yerbín del fuerte, se escucha el eco distorsionado y lento de los metales de una 'big band'.
- Aquí dentro se está fresco- grita alborozado Baxter al entrar y comienza a bailar descoordinadamente los ritmos de Buddy Holly.
- No has aprendido ni un paso, inútil- lo reprende Levine.
- ¿Quieres callarte, animal? Estoy tratando de buscar a Betsy-. Baxter busca con la mirada a su prometida entre la semisombra del barracón.
Lo único que encuentra es la boina reluciente sobre el rostro huesudo del teniente Pierce.
- Aprovechen mientras puedan a restregar las pichitas contra sus novias. Mañana, tras el reenganche, sus culos serán míos- susurra el teniente con calma, sin dejo alguno de amenaza.
- Es un capullo- dice Picnic en bajo mientras el teniente se aleja hacia el bol de ponche.
- Nos trata así porque tú le recuerdas a él de jóven, cuando salió de West Point. Por eso le molesta que séas un vago- interviene Rizzo dirigiéndose a Levine.
- Olvídalo. Busquémos unas pollitas- responde Levine.
- ¡Eh!- grita Baxter- Esa gordita no para de mirarte.
Una muchacha gorda, con el rostro rosáceo y nariz de cerdita los mira de reojo, bailando sóla bajo la canasta de baloncesto.
- Es horrorosa- concluye Picnic.
- Las gorditas son las más agradecidas- dice Levine secándose el reguero de ponche de sus labios con la manga de la levita.
Se acerca con decisión a la muchacha, quien, tímidamente, baja la cabeza. Los tres amigos le siguen.
- Disculpe... ¿nos conocemos?- pregunta Levine imitando la voz suave de Marlon Brando.
- Pues- responde la chica alzando apocadamente la mirada-... tal vez yo esté equivocada, pero me parece que usted es el padre de uno de mis niños-…
Levine abre la boca, sorprendido.
- …El bar Bixby, ¿recuerda?
Levine pone la mirada en blanco e inmediatamente se echa las manos a la cabeza.
- …Esta vez no te dejaré escapar... te amo- dice la muchacha gorda y abraza a Levine, cuyo tronco ha quedado completamente rígido.
Picnic y Baxter comienzan a reir en alto, mientras bailan burlonamente unos pasos nupciales.
- Lo veía venir- suspira con suficiencia Rizzo.
Buddy Holly sigue cantando en la penumbra del barracón y suena más apagado que nunca.
Fin




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lunes, 8 de febrero de 2010

'El éxito está en la mente'

'La arena juega en mi rostro, llevada por el viento.
Abro los ojos, veo el sol a través de mis pestañas, que descomponen su luz como un caleidoscopio.

Me incorporo: allí está Elisabetta, completamente desnuda, tumbada en la orilla.
Mis amigos del country club suelen decirme que una mujer así está conmigo por el dinero.
Yo les respondo: no está conmigo por el dinero. Está conmigo por el éxito.

La sigo observando, confundido su cuerpo entre la dureza tersa de un remolino de arena.
Me acerco a ella y como si fuera el amo de los elementos, el aire cesa.
Abre los ojos y en ellos percibo el reflejo del brillo marino.
En la orilla las olas mueren y renacen con un suspiro balsámico.
El chapoteo del agua crea curiosos sonidos incidentales sobre la eslora de mi yate.


Aunque esto pueda parecer bucólico, no soy un poeta: soy un hombre de éxito. Tengo una casa en la playa, una modelo tostándose en la arena y un yate con mi nombre en la popa. ¿Soy materialista? Sí, rotundo.
Soy un hombre de éxito, hecho a mí mismo. He creado negocios que sólo yo he podido vislumbrar, he creído en ellos, los he llevado al éxito. Ha sido así por mi fe, mi tesón, mi confianza.
Porque como siempre digo, el éxito está en la mente. Y mi mente cree en el éxito y atrae al éxito.

Espolvoreo un hilito de arena en el pequeño ombligo de Elisabetta. Me tumbo y empezamos a achucharnos. Tengo treinta y cinco años: ¿no soy el hombre más afortunado del planeta?

Suena el iphone. Maldicion. Justo ahora. Me reclama el consejo de administración, seguro.
No quiero levantarme, no quiero levantarme...'



- Despierta, Melecio. Ya es la hora de la siega.

El sol aprieta fuerte en la sien del Melecio. Una orquesta de chicharras envuelve con persistencia su cuerpo enjuto y curtido. El sueño, profundo, descarga el peso en su organismo y una sonrisa floja le pende del rostro.

- No sé como un vago así, a sus treinta y cinco añazos, está siempre tan feliz. Siempre contento, durmiendo como un lirón, conquistando a todas las mozas del pueblo... con el poco jornal que ganamos.
- ¡Qué quieres! Quien no se consuela es porque no quiere. Siempre han dicho que la felicidad y el éxito se llevan dentro, en la mente.

Melecio despereza los brazos sobre el montón de heno apilado en la llanura.
Unas briznas de paja juegan en su rostro, llevadas por el viento.


Fin


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viernes, 22 de enero de 2010

Tierra prometida

‘Tierra prometida’
‘I left my home in Norfolk, Virginia California on my mind…’

Señora Sonia:
Elvis Presley salió de su casa de Norfolk, Virginia rumbo a Los Ángeles. Se subió a un autobús de la compañía Greyhound, que tuvo un problema de motor en Alabama.
Para proseguir su viaje tomó un tren que le llevó a Houston, donde se le acabó el dinero.
¿Por qué, se preguntará usted, señora Sonia, se tomó tantas molestias Elvis para cruzar los Estados Unidos de una costa a otra? La respuesta es simple: buscaba su tierra prometida.
Providencialmente, Elvis tenía unos amigos en Houston que le equiparon para el resto del viaje y le compraron un billete de avión hacia Los Ángeles (¡qué bueno es tener buenos amigos!, ¿no cree?).
Así pues, no debería ser usted tan – permítame decírselo con el mayor respeto- desconfiada, impidiendo que, como los tenía Elvis, yo tenga un amigo en su hija Gloria privándola además del regalo que le hice hace unos días.
No tiene nada que temer, se lo ofrecí a la salida del colegio y todos los padres estaban allí. Y además… además el regalo era especial: un single del ‘Promised land’ de Elvis, un vinilo original, rarísimo, que conservo desde los cuatro años.
El caso es que el Elvis del ‘Promised Land’ acepta el regalo de sus amigos y vuela con gran lujo de Houston a Los Ángeles. Elvis, bien vestido con un traje de seda, mientras come un bistec a la carta piensa en las delicias que le esperan en el estado dorado de California, en su tierra de sueños.
¿No opina usted al igual que Elvis, Sonia –permítame llamarla Sonia, sin el molesto ‘señora’ por delante-, no piensa que es necesario, diría hasta indispensable para la salud del alma nutrirla de sueños?
Cuando Elvis ya sobrevuela California, el piloto avisa al pasaje de la inminencia del aterrizaje. La inquietud enturbia el espíritu de Elvis. Empieza a dudar si su sueño se cumplirá, si alcanzará las metas proyectadas en su tierra prometida.
¿Le ha ocurrido alguna vez, Sonia? ¿Ha sentido el miedo morder en la blanda envoltura de sus sueños, de sus aspiraciones?
Algo parecido me ocurrió cuando ayer llegó a mi iphone su mensaje de advertencia. La amenaza de expedir una orden de alejamiento entre Gloria y yo casi me arrancó un modo de ser, aquel en el que me proyecto en un pedacito de ideal futuro.
Elvis aterriza en la terminal con la fresca imagen de la tierra prometida jugando en su mente.
Telefonea a Norfolk y cuenta a sus padres que él, su pobre hijo, ya está en Los Ángeles.
Así termina la canción. No sabemos si el personaje que construye Elvis en la canción ve cumplidas sus promesas de éxitos.
Yo, Sonia, también tengo una imagen fresca en mi mente, desde mis cuatro años.
La de una niña de coletas y bata rosa a cuadros, bonita, dulce, cuya voz me recuerda al plátano, mi merienda favorita y que me agarra de la mano en los recreos.
No vamos a la misma clase y los mayores se ríen de que dos niños de cuatro años paseen cogidos de la mano. Poco importa, yo soy feliz con esa niña.
Hasta que un día deja de venir al colegio y ya sólo me queda de ella una imagen fresca en la mente. Así termina mi canción personal, parecido a Elvis.
Sé que no seguirás adelante con esa orden de alejamiento, Sonia. Porque tu hija me recuerda a cómo eras tú de pequeña. Porque la canción de Elvis la escuchábamos sonar en el patio y porque el regalo no es para tu hija, sino para ti.
Me ha costado dar contigo, Sonia, tanto como a Elvis llegar a Los Ángeles. Pero ha merecido.
Porque soy Pedro, el niño que ya te amaba con cuatro años, porque he seguido amando el recuerdo de esa Sonia que se marchó y porque ahora que te he encontrado, no quiero volver a perderte.
¿Serás tú mi tierra prometida?

Fin


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