jueves, 31 de diciembre de 2009

Menstruación

'Menstruación’
- Pásalo bien, hija.
- Pasarlo bien no cuenta, sólo me vale arrasar.
‘Pasarlo bien, pasarlo bien… vale para una niña de diez años y para jugar en el patio a la goma’.
Cogió el autobús. Se sentó en el primer asiento y miró con obstinación a través del cristal. Repetía gestos armoniosos y rutinarios con los brazos. Cuando se convirtieron en un espectáculo que atrajo miradas, dejó de ensayar la rutina.
‘Ya casi había visualizado todo el ejercicio… y total, ya hemos llegado’.
Asió la mochila deportiva de color negro volcánico de la que sobresalía una cintita roja atascada en la cremallera. Su cuerpo, enjuto y tenso como el preludio a la tormenta, estaba coronado por un rostro de expresión decidida y marmórea, chocante con sus sonrosados dieciséis años. Miró su reflejo en la puerta acristalada del autobús, atusó su cabellera engrudada y brillante como el alquitrán y saltó casi en marcha.
‘Aquí estamos’.
Traspuso las puertas del edificio de cristal y gris contundencia. Una luz como un muro chocó con su rostro. Sin tiempo a desperezarse, un aluvión de abrazos y voces la sacudió.
¡Ya estamos todas, Pietra!- descifró a través del altisonar de sonidos aún vibrantes de infancia. Abrazó a las compañeras de equipo, se despojó del chandal y el grupo inició una sinfonía de botes de balón, lanzamientos de serpentina, acrobacias imposibles como saltos en el tiempo y blancos planeos de mazas.
El piso, uniformado y pulcro como un portero de hotel, respondía a sus maniobras con un reflejo de sombras grabadas en la madera y con ruidos quejumbrosos como muelles de colchón viejo.
‘Todo, todo, todo va de diez. Ensayado mil veces, en el parquet y en la cabeza, en la cabeza y el parquet. Está controlado. Voy a arrasar’.
‘Rojo, rojo, rojo. Desbordante como un amanecer, fervoroso como una oración. Poderosa, muda naturaleza. Seco, corrosión, olor a vejez. ¡Se acerca!’
Compañeras ejecutando cabriolas, una confusión de cintas, pelotas, aire surcado, mazas e ingravidez lisérgica.
‘Bien, bien, bah, bah. Simple, lugar común… vulgar. Llega mi turno’.
‘Vamos, Pietri. El equipo está contigo. Demuestra cómo se hace la gimnasia’ retumba en el palacio.
Un salto, un vuelo ligero como una pluma, dos botes de balón, sonrisa radiante.
‘Está en el bolsillo’.
‘Furioso rojo. Inevitable. Se acerca imperioso, fluido y bulliente. Torbellino, fuego, inundación. ¡Horror!’
Un liquido rojo, ciego y devoto a la mecánica de los fluidos juguetea en el aire entre una miríada de trayectorias posibles. Colisiona en el suelo, como un big bang atrasado, se rompe en esquirlas de sol y fuego y se vierte como una pátina llameante en el piso.
Pietra la pisa, su talón desnudo empieza a arder, se desliza y queda suspendida en el aire.
Desplome, desolación, llanto. Rumores wagnerianos se funden con los barnices metálicos de la cancha.
La gimnasta se levanta cojeando. Hirmada entre los hombros de dos enfermeros abandona el recinto deportivo y los espectadores, confundidos, se sumergen en un vacío de silencio.

‘Querido diario: hoy he tenido mi primera regla en mitad de una competición que iba a ganar. Sentí un hervor rápido bajar hasta mi vientre. Se derramó en la pista lo que hasta entonces solo había visto tras una caída o un golpe. Fue incontrolable… incontrolable. Curiosa palabra para alguien que entrena movimientos tres horas al día.
Si soy la misma persona que ayer, si he cuidado los mismos detalles, ¿por qué aquel líquido quiso estropearme la vida? ¿No dicen que la esencia de una persona es inmutable? ¿No es que soy la misma chica ejemplar que era ayer, que era esta mañana? Parece que una gota roja puede cambiar todo eso.
Debe de ser que ahora soy otra persona. Otra persona que tendrá que fingir ser la misma…
¿Cómo haré para comportarme en los vestuarios? ¿Cómo soportaré risas ahogadas y murmullos a mis espaldas? ¿Y los chicos? ¿Y si vuelve a ocurrir lo inevitable?’

Por el cristal de naranja níquel de la puerta entra una luz. Pietra cierra al instante su diario y siente cómo el filo de luz atraviesa sus carnes. Frota con fuerza sus antebrazos. Los poros de la piel, fríos, quieren eruptar. Se rasca con sus manitas y angustia todavía infantiles. La piel queda roja.
‘Roja, roja. Roja como el rubor que huye de las mejillas. Roja como el ladrón de colores que deja tus pómulos vaciados de un no ser blanco, lívido. Los cabellos se erizan y se desbarnizan de vida. El marrón de los labios instala su pesada maleta bajo los ojos’.
Pietra se levanta de la silla, lenta como una gata vieja se acerca al espejo y se observa. Se palpa un pechito incipiente. Rápidamente desvía la mirada, como si quisiera prohibir a la imagen imprimirse en su espíritu. Fuera se oyen unas voces. Se pega a la puerta de la habitación y escucha.
- Frígida: ¿Y dices que así fue como Pietrita se hizo mujer?
- Carmen: Así mismo.
- Frígida: ¿Y qué piensas hacer?
- Carmen: Nada, ¿qué iba a hacer?
- Frígida: No se, delante de sus compañeras, delante del instituto… ¡En mis tiempos éramos más recatadas!
- Carmen: ¿No es lo natural?
- Frígida: Pero sabíamos esconderlo y… ¡no incitábamos a nadie!
Pon agua a calentar y tráeme unos paños.
- Carmen: ¡Mamá!
- Frígida: Está bien, está bien. Ya nadie hace caso a una vieja. ¡Trae el mando de la tele!
Pietra camina como una civilización derrumbada y se desploma en el colchón. Llora.

Las gotas de vaho se condensan en el cristal. Pietra se fija en el dedo gordo de su pie derecho. El esmalte rojo está descascarillado.
- Estás muy callada- dice Gloria.
- Como cualquier otro día- responde Pietra.
Gloria tiene la misma edad de Pietra. Su complexión es robusta, tiene unos fuertes hombros redondos y rojos, parecidos a sus mejillas. Su expresión es sonriente.
- No es así. El martes pasado sonreías. ¿Qué te ocurre hoy?
Pietra retuerce la toalla y muerde una de sus puntas. Se oye el goteo de un grifo.
- No me pasa nada- responde Pietra.
- ¿No te pasa nada? ¿Y por qué no te has hablado hoy con nadie?- inquiere Gloria.
Tres chicas se sientan en el banco opuesto. Se despojan de sus toallas en mecánica sincronía y las cuelgan en las perchas del vestuario. Sus cuerpos, vigorosos y aún no completamente formados, luchan entre la rigidez del torso infantil, la energía descoordinada de la adolescencia y las formas femeninas buscando un confuso acomodo. Están completamente desnudas, se ríen, se preguntan por sus novios. Pietra las mira y baja la cabeza.
- No te preocupes si nadan más rápido que tú. Ellas son nadadoras y tú eres gimnasta.
- La profesora no tendrá en cuenta eso al poner la nota – musita Pietra y se rasca el antebrazo izquierdo.
Pietra y Gloria, vestidas con el chandal de nylon azul cobalto, miran a las nadadoras, que observan en los espejos la firmeza de senos y nalgas, de frente y de perfil.
Gloria saca un tampón de la mochila. Pietra se cubre instintivamente la entrepierna. Gloria hace un ademán de bajarse el pantalón.
- ¿Qué haces? – pregunta Pietra temblando.
- ¿Qué? Tú también los usas, ¿no?
Silencio. Las nadadoras se vuelven y se miran entre sí.
El goteo del grifo, cada vez más fuerte, se destaca como un martilleo sordo.
‘Que pare ya ese grifo, que pare ya. Me está poniendo histérica’.
- ¿Los usas?
- Claro… claro que sí. Solo que no me parece decoroso que hagas eso aquí- responde Pietra.
- ¿Decoroso? ¿Qué quiere decir eso? Yo te digo que hoy estás muy rara.
Gloria se levanta y se acerca al espejo. Se abre un espacio entre las nadadoras.
Una de ellas exagera una risa chillona: ‘Me raspas con tu pantalón de lycra. ¡Me vas a poner cachonda!’
Ríen con liviandad de infancia y deseo denso de hacerse mujer.
Gloria vuelve al asiento junto a Pietra. Ésta se ha echado la toalla sobre las piernas y el vientre.
- ¿Te pasa algo? Estás temblando.
- La piscina me ha dado frío.
Plic, ploc, ploc, plic… ¡plic! El goteo se hace casi continuo. Risas, gritos y vaho se apoderan invisiblemente de la estancia.
Pietra se lleva las manos a las sienes.
‘Ese ruido, esa agua que no para de gotear. ¿Sólo la oigo yo? ¿Se han vuelto todas locas?’
- ¡Basta! ¡Cerrad ese grifo ya!- grita Pietra.
El vestuario enmudece. Los rostros de las chicas, los vestigios de sus risas, todo se concentra en Pietra, envuelta en vaho y humillación.
Las nadadoras, ya vestidas, ríen con descaro y dejan la sala.
‘Pobre, la sangre seca se le ha subido a la cabeza’ se oye recediendo.
- No te importe lo que digan. Son estúpidas, la burla se les pasará cuando la nueva colección de Zara llegue a las tiendas – le consuela Gloria.
- Soy la misma que era antes de la competición y me tratan diferente. Me molesta que las cosas cambien – responde Pietra mientras oculta la cabeza entre la toalla.
- No se puede controlar todo en esta vida.
- ¿Por qué no? – responde Pietra aferrando ahora la toalla en el regazo.
- Porque no. Por el pastel de fresa.
- ¿El pastel de fresa?
- Éramos pequeñas y lo cocinaste para mí, ¿recuerdas? No parabas de llorar, no podías aceptar que te hubiera salido malo y deforme.
- ¿Y qué tiene que ver eso con nada?
- Que lo tomes como viene, Pietri. Serás más feliz suelta.
‘Suelta. Sin trabas, libre. Descontención, olor intransigente. Fuerte sequedad y pescado muerto’.

La mañana despereza sus brazos y éstos golpean a oficinistas cansados camino al trabajo. Pietra, apoyada en el costado del quiosco de prensa, consulta el reloj sobreimpreso en la pantalla de su iphone. Un adolescente de elástica sonrisa la incita desde la portada de una revista. Pietra estudia la imagen embozada por el cristal sucio del escaparate. Pietra mira de nuevo el iphone.
‘Las nueve menos cuarto. Aún puedo llegar a la segunda hora’.
Echa otro vistazo más al tipo de la revista, se atreve a observar la vitrina de la farmacia que cruza la calle.
Un bocinazo de camión de reparto, una estela amarilla que se detiene y agarra unas sacas del buzón de correos. Una furgoneta de abastecimiento puntea los colores indecisos del horizonte. Ya clarea.
‘No es tan difícil. Hago cosas más difíciles todos los días. Es entrar y punto’.
Un último examen a la revista, un vistazo al reloj y unos pasos nerviosos.
La señora acarrea el abnegado carrito de escarolas y prensa. La interrogación de una mirada dura golpea el rostro de Pietra.
‘La Felisa, se lo contará todo a mamá o peor aún, a la abuela’.
Titubea, se da la vuelta… el claxon de un auto a punto de atropellarla se aleja sembrando de hiel la garganta de Pietra.
- Pietra, ¡que casi te matas! ¿No tenías que estar ya en la escuela?- le interroga la señora Felisa.
- Sí, sí, ya iba, me he retrasado… haciendo un recado.
‘Ha pasado Felisa. Es ahora o nunca. ¿Por qué me mira así la farmaceútica? ¿No sabe que yo compito, que estudio tarde, que soy una chica… bien?’
- ¡Hola, Pietra!
‘Espontáneo rojo. Un crepitar de burbujas, calor ciego subiendo en huecas llamaradas. ¡Intrépido sofoco!’
- ¿Qué te pasa? Estás lívida. ¿Has visto un fantasma? O peor aún, a la de química. ¡Ja, ja, ja!
‘Es Gino. La primera vez que me habla. Creía que no sabía ni que existía’.
Un regusto fálico, sombreado en la punta de su tabla de surf, apunta a Pietra y paraliza sus pechos.
- ¿Qué haces aquí, Ginés? ¿No vas a ‘Lengua’?
Ambos miran el amanecer estampándose en el cristal de la farmacia.
- Un encargo… iba a hacer para mi padre, sí - balbucea.
Ginés vuelve a mirar de reojo la farmacia y esconde instintivamente un billete de cinco euros en el bolsillo del pantalón bermuda. El fulgor del cristal se traslada a su mejilla.
- Pero… sí, llego tarde a ‘Lengua’- musita y sube la capucha de su sudadera negro ceniza.
- Adios – dice Pietra.
Ginés y su tabla se alejan buscando la calle. Pietra cruza la acera y entra en la farmacia.

‘Vientre, como una ribera monocroma, sin función presente que servir, sin saber que Caronte cruzará sus líquidos, vientre solo. Un aliento fresco eriza las entrañas de sus raras aguas. Unas ondas se forman en su médula y estremecen los poros de carne joven.
Un vals de camelias recorre juguetón las paredes de vientre. Se detiene en una sima y perfuma el vello como juncos. Una sinfonía de olores se muda en un estallido de gases y humores rotos.’
- Hace días que no me sentía tan en paz- dice Pietra.
- ¡Me alegro, Pietri! No eras la misma desde hace unas semanas. Te necesitamos en la competición del domingo- exclama Gloria.
- Gracias por el apoyo – responde Pietra y abraza a Gloria.
Me voy a casa. Hasta mañana en clase.

La alfombra amoquetada del segundo piso. Los pasos de Pietra caen como una lluvia de lana. De fondo, el ladrido sin avisar de un perro, un dormido bocinazo. Ambiente lento de domingo a la tarde, horas desmenuzadas, fuga de relojes.
El pesado umbral se cierne alto, suspenso de una puerta que parece no querer abrirse.
Una lágrima rueda por la frente de Pietra.
‘Voces de jacinto y azalea con el cuello quebrado. Una ausencia de aire concentra el olor antaño a fruta joven. Ese vientre con rostro de muerto, que solo deja en pie aires vueltos del revés. El vuelo de los meses ha agitado sus aguas, ya rojas sangre. Vientre, como una ribera monocroma’.
Pietra se mira al espejo del baño y se lleva las manos al vientre. Un vaso posado en el lavabo.
‘Pirómana de tu sangre, embalsamadora de tu vientre: me presento, soy tu mens…’
- Por fin – se dice a sí misma tras consumir el comprimido y apurar el vaso de agua.

Los gritos en el estadio producen un ensordecedor estruendo. Una muchachita saluda rítmicamente y recibe como un cáliz el clamor de sus compañeras.
- Vamos, Pietri, ya no queda nada… este ejercicio y ganamos la final.
Pietra intenta sonreir pero sus mandíbulas no pueden. Agita nerviosamente las manitas, agarra una cinta de tela azul zafiro y se detiene. La música suena.
Pietra da un par de saltos, lanza la cinta por los aires, un salto punzante surca el espacio. La cinta cae en su mano, no la agarra con seguridad y cae al piso.
La música sigue sonando, acentuada por un eco cargado de reprobación y desespero.
- Aún puedes… ¡sigue! – grita Gloria.
Pietra sigue saltando, mirando a lo alto, se combina con el vuelo caprichoso de la cinta y ‘… todos estos años de familiaridad con los ejercicios… y se me cae la cinta’.
Un salto interminable – el mudo rasgar del tejido del éter, un desinflar fatuo como un sueño espirando- y Pietra aterriza.
El latir alto de sus pulmones no le deja oír aplausos, músicas, gritos. Ella y solo ella parecen quedar en el recinto. ‘Y qué sola me siento, hasta la roca más dura se desgasta. La piedra pierde la fortaleza…’. Se tropieza y cae al suelo. Llora y sus lágrimas empapan el zafiro azul de la cinta, yaciente junto a ella, ambas muertas para la gimnasia.
Nebulosa de voces:
- Tú, Pietra, has subido algunos kilos y estabas descentrada y lenta.
- No pasa nada, hija, en el deporte se gana y se pierde. Sigue esforzándote.
- Vamos, Pietrita, no te apures. Las rabietas son cosas de niñas… no de mujeres.
‘Querido diario. Mi vida es una guerra con mil frentes abiertos. No te contaré lo que me ha pasado hoy en la competición, estoy cansada y confusa. Si no puedo defender bien un solo frente, no defenderé ninguno. Nunca había dejado nada a la mitad… hoy lo hago. Abandono la gimnasia’.

La discoteca está oscura. Suena una canción lenta de David Bisbal. Pietra y Gino sienten el peso de sus cuerpos contra sí.
- No te apretujes tanto, condenada – dice Ginés.
- Aún más que lo voy a hacer.
- No te reconozco. ¿Dónde está la chica trabajadora y deportista que conocí?
- Murió. Nació una mujer.
- ¡Qué cosas más raras dices! ¿De dónde te sacas eso?
- Nada, cosas de chicas.
Ginés da dos pasos hacia atrás, salta y gime dramáticamente.
-¿Qué es esto rojo en mi camisa? ¡Es asqueroso!
‘He vuelto’.
Pietra sigue bailando a su alrededor despreocupadamente. Se contonea, acaricia sensualmente el pecho de Ginés y responde:
- Nada. ¿Nunca viste un pastel de fresa revuelto?
Fin


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Guernica. Parte 8


- Señora alta (a la señora sentada): ¿De quién es el gabán?
- Señora sentada (sonríe educadamente): De mi marido. Vuelve en un momento.
- Señora alta: En un momento o en un siglo, sí. Pero lo que es ahora, sho no veo a nadie.
Déjeme pasar. (Inicia el movimiento para tomar asiento. La señora sentada planta su mano sobre el asiento. La señora alta termina por sentarse, atrapando la mano de la otra señora).
- Señora sentada: ¡Aya! (grita). Salga de acá ahora mismo.
- Voz de Amelita Bartán: ¡Loca, me siento loca!
(José Luis, al igual que los figurantes de alrededor, observa la situación perplejo).
- José Luis (a la señora alta): Disculpá, le cedo gustoso mi asiento.
- Señora alta (sin mirarlo): No es necesario, caballero, acá estoy bien. (La señora sentada ha tenido que retirar la mano. Se frota con gesto de dolor y busca a alguien con la mirada).
- José Luis: Permítame insistir, entenderá que un caballero porteño...
- Señora alta (lo mira. Levanta la voz): No quiero, déjelo.
- José Luis (se acerca levemente a ella, casi frente a la primera señora sentada, que permanece callada y sigue mirando a los lados): Me quedaré en pie hasta que la señora tome el asiento. Mire que algo tan provocativo como yo, de pie por mucho tiempo... acabarán por ponerme vendas en las partes nobles, como a la estatua de la Costanera. ¡Ja, ja, ja! (Le da una incipiente palmada en el hombro).
- Señora alta (se levanta. Por un momento casi opacará el canto de Amelita Bartán): ¡Basta! ¡Harta! ¡Estoy harta de salvadores! El tarado, ¡el raro!,... ¡siempre han de tocarme a mí! (Se marcha, saliendo de escena por la derecha, al tiempo que deja un recuerdo de quejidos y pisotones).
- Voz de Amelita Bartán:... Me llaman loca ... ¡Esa soy yo! (Caen aplausos como pétalos. El auditorio se levanta. Ana llega a su asiento con un choripán envuelto en una servilleta de papel). (Entre saludos y aplausos, Amelita y su público se hacen el amor).
- Ana: ¡Aya! ¡Me perdí 'Loca'! (alza un puño, con rabia infantil). Pero contame vos, ¿qué tal estuvo?
- José Luis (se ha sacado las lentes y hurga en sus ojos con el pañuelo): Bien, aún habrá más.
- Ana: ¿Te ocurre algo? Estás raro. Te advertí que tu chori no tenía buen aspecto. Ya no te daré del mío.
(Los 'bravos' cesan. Voz del silencio. Amelita, con aplausos en el pelo, vuelve al escenario).




Esa misma tarde. Sala de exposición en el museo MALBA. Casí vacía, cuadros escasos, apoyados en dos o tres paredes. Un sofa marrón claro, redondo como una perfecta letra O, justo en el centro de la sala y más llamativo que los propios cuadros.
José Luis aparece en escena. Entra por la puerta de la izquierda, rápido, sin mirar, como en una embestida. Casi se tropieza con la pareja con niño que deja la sala. Estos le miran extrañados y José Luis gira la cabeza hacia atrás y a ambos lados, con descoordinación. Se tambalea hasta chocarse con el sofá, donde cae. Viste las mismas ropas que en el Rosedal, ahora adornadas de círculos de transpiración. Está blanco y parece que la barba le haya crecido a puntitos.
Cierra los ojos, se fricciona la cara, suspira.
Con los ojos aún cerrados va desplazándose por el sofá, con la espalda pegada al respaldo. El cuidador de la sala, sentado en un taburete alto, lo mira. Consulta el reloj de pulsera y mira a otro lado.
José Luis sigue girando. Sus pies se detienen. Se sienta recto y abre los ojos. Enfrente, poseyendo la pared, tiene el 'Guernica' de Picasso. Se saca las lentes y levantándose, se despega de la curva del sofá. Parado, observa el cuadro. Se acerca, tuerce la cabeza, se vuelve a apartar.
- Vigilante: Todo el día con la sala llena. Ni tuve un segundo para mirarlo. Hasta ahora.
- José Luis (sin mirarlo): Es un cuadro tan extraño, tan ... distinto.
- Vigilante: Está bien, vamos a cerrar. Vuelva mañana a las 9.

(José Luis sale de la sala en una lenta marcha atrás, sin perder la mirada del cuadro. Las gafas permanecen en el sillón. Bajan las luces).




Misma sala del MALBA de la primera escena. Misma barra-ambigú cruzada por tubos de neón. Mismas paredes desnudas, misma blancura despojada. Mismas series de risas, mismos operarios de la sociedad artística.
En segundo término, a la mitad de la escena, donde se encontraba la 'Minujín-Samotracia' arropada de luces, cuelga una gran pantalla que simula el diseño de un iphone, con botones y chiches varios. En la pantalla del iphone se repiten a velocidad vertiginosa reproducciones de figuras del Gernika, imágenes de Gardel, Maradona y el ché Guevara y de un latifundio con vacas y labradores.
Sobre la voz eterna de Julio Sosa cantando a su madre, hablan los personajes:
- José Luis (lleva puestas las mismas lentes que en la escena inicial): Che, estoy nervioso.
- Ana (le recoloca la gomina que fija un extraño tupé. De mientras, José Luis endereza el nudo de una corbata negra que complementa a un traje cortado impecablemente): No lo estés. Ya estuviste en muchas exposiciones. Nada cambió.
- Romina: Es cierto. Seguís siendo el mismo pelotudo de siempre.
(Ríen. José Luis finge mirarla con gesto asesino, la abraza y ríe con todos).
(Se acerca el crítico de arte de la revista 'X', con la misma boina y barbas, probablemente ambas sin lavar).
- Crítico: Che, bueno tu trabajo.
- José Luis: Gracias, viejo. Pasá algún día por la galería. (El crítico se dispone a darle la mano. José Luis le da una palmada en el costado y se vuelve. Vé aparecer al Sr. Domínguez, dirigiéndose hacia él. Viene acompañado por una joven, bella y de porte elegante. No muestran los signos visibles de quienes forman una pareja, pero una conexión invisible, quizá la manera de acompasar sus andares, indica su unión).
¡Jaime! (Al Sr. Domínguez). ¿Qué pasó con vos? ¡No esperaba verte aquí! (José Luis se acerca y lo abraza. El Sr. Domínguez da un pequeño paso atrás. Rápidamente deshace el movimiento, se adelanta y devuelve el abrazo).
- Sr. Domínguez (habla rápida y atropelladamente. Agita nerviosamente un pañuelo con el que, de vez en cuando, seca el sudor de su frente. Su novia le cogerá de la mano en un momento dado y el Sr. Domínguez parecerá respirar): Me enteré por la prensa de su exposición y acá vine a verla. ¡Qué alegría por usted! ¡Por fín muestra su obra! ¡Y nada menos que en el MALBA! ¡Definitivamente le doy mi enhorabuena, sr. Petrucci!
- José Luis: ¡Che, dejate de Petruccis! ¡Ya no soy tu terapeuta! ¡Además te veo muy bien acompañado! (le guiña imperceptiblemente el ojo y besa la mano de su acompañante).
- Sr. Domínguez: Sí, nos conocimos en el trabajo. (Pausa). Somos buenos amigos.
- Novia del Sr. Domínguez: Más que eso, Jaime.
- Sr. Domínguez (a José Luis): Más que eso.
- José Luis: Me alegro mucho. Sigue trabajando en eso.
(José Luis está a punto de girarse para atender a un periodista que lo requiere).
- Sr. Domínguez: Quizá pueda volverle a ver alguna vez ... como terapeuta.
- José Luis (se vuelve): Ya no soy terapeuta. Los artistas somos gente demasiado extraña para intentar curar a otros. (Le da la mano. El Sr. Domínguez y su novia se alejan entre los demás asistentes).
(A Ana). ¡Buen chico este! (Mira por un segundo la copa de champagne y la apura).
- Romina: Debe de serlo ... tiene mérito curarse con vos. (Ana, Sebastián y Gastón ríen).
- José Luis: Dejá de lincharme, que ésta es mi noche, ¡che!
- Marta Minujín: ¡Una noche-che! ¡Qué artístico! ¡No sé cómo no te conocí hasta ahora! ¡Con lo interesante que es tu obra, boludo! (Marta Minujín se ha acercado a José Luis por la espalda sin que éste lo advirtiera. Es una mujer sin edad. Es una rock-star. Es Marta Minujín. Su pelo es liso y fino como el trigo, un trigo con aire de peluca. Lleva unas 'Ray-Ban' de aviador, una blazer de color claro y unos jeans. Arrastra las palabras y es rápida y desenvuelta en sus observaciones).
Hablame más del proyecto, loco. Eso de la performance en el Monumental, ¡suena bárbaro!
- José Luis: Pues como te dije, será una miscelánea argentina, una gran catarsis. (La rodea por el cuello y extiende el brazo libre como explicándole una visión). La cancha: figuras de ex-presidentes de la nación con sacas de plata en la mano, ganaderos, futbolistas, tangueros, escritores ... todos bailan milongas, esnifan la cocaina espolvoreada en las rayas del corner, otros se esconden tras las máscaras del 'Guernica', de toros, de cabashos, con tubos de neón pegados a la espalda como rashos atravesandolós. (Pausa. La mira en silencio por un segundo y alza teatralmente la voz): Y una vaca argentina, sóla en el medio del campo, observándolo todo.
- Marta Minujín (le sostiene la silente mirada por un instante):
Che, ¿pensaste alguna vez en psicoanalizarte?

Fin

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sábado, 26 de diciembre de 2009

Guernica. Parte 7


Se lo tiene que pasar bien conmigo, me pide que la haga gozar (bandea locamente el reposamuñecas, que se retuerce con una morbidez perezosa). ¡Por Dios, tengo ya cincuenta años!
(Se tropieza con la papelera y se vierte todo su contenido. El reposamuñecas salta despedido y cae a manos del Sr. Domínguez).
- José Luis (Desde el piso. El Sr. Domínguez se ha incorporado del diván para ayudarlo. José Luis lo agarra por los hombros y lo mira cara a cara): Ahora es su turno. Es usted joven, ahora tiene que hacer todas esas cosas perfectamente naturales, que lo angustian. (El Sr. Domínguez ayuda a José Luis a levantarse. Ambos quedan parados de pie. Se dan un abrazo paternal. Se acercan a la puerta).
Es usted un joven normal (le da una palmada en la espalda), un buen muchacho.
- Sr. Domínguez: Gracias, José Luis. (Le da la mano. Está por salir por la puerta del exterior izquierda cuando se para). José Luis, ¿cómo supo que Ana era su mujer?
- José Luis: Lo ví sobre la marcha. Si no era el freno, tenía que ser el acelerador.
(El Sr. Domínguez sale de la habitación. José Luis se sienta en la butaca y abre lentamente el folleto de viajes).



Concierto en el parque Rosedal del barrio de Palermo en Buenos Aires. En el escenario, dispuestas de cara al público, hay una multitud innúmera de sillas plegables de madera blanca. En el fondo escena el decorado representa un lago y un jardín de rosas. Quizá, aleatoriamente, pasarán por ese fondo escena barcas de remos de cartón piedra, con ruedas y movidas a pedales y en ellas parejas jóvenes de apariencia idílica se cortejarán. Cuando oigámos música, ésta procederá de los altavoces disimulados en la escena, sugiriendo el estrado de representación del concierto, que para el público de esta obra quedará a la imaginación.

José Luis y su esposa Ana se acercan a la segunda fila de asientos, contando desde el patio de butacas. José Luis lleva un bocadillo choripán en su mano derecha y un botellín de plástico de agua mineral en la izquierda. Ana lo agarra del brazo derecho y José Luis, arrastrado a trompicones, se deja guiar. Se sientan en sendos asientos del centro de dicha segunda fila. En la primera fila se sentarán algunas personas mientras la escena se vaya sucediendo, mas siempre nos dejarán franca la visión de la pareja. En las filas posteriores, figurantes, que también irán apareciendo sucesivamente, hasta ocupar casi por completo el total de las sillas.

Ambientadores de olor a rosa, canto de pájaros, el filo azul de una barca cortando el horizonte.

- Ana: Te digo que ese choripán no tiene buen aspecto. Si al menos no le hubieras echado tanto chimi. Vós siempres tenés que comprar a los vendedores más grasa.
- José Luis (indica hacia adelante a la palestra imaginaria del concierto, donde en realidad y como ya hemos dicho, se encuentra el patio de butacas): Cashá, que sale Amelita. Ahora comenzará a calentar la voz, un espéctaculo tan grande como el propio concierto. (Se abanica brevemente con un diario. Lo parapeta en su frente, a modo de visera). ¡Dichoso sol de Abril! Nos va a dar el concierto. (Mueve la cabeza, incómodo, buscando eludir los rayos de sol. Posa el diario sobre las piernas).
¡Así, ahora lo veo bien! ¡Grande, Amelita! Mujer o no de Piazzola, habría triunfado igual.
¡Pero mirá qué porte, qué vestidito lindo! ¡Grandee, Amelita! (Grita esto último y aplaude. Los espectadores vecinos se vuelven y lo miran extrañados).
- Ana (levantándose de la silla): ¡Por Dios! Me casé con un cholulo.
- José Luis (la mira, de nuevo con el diario como parasol): ¿Qué hacés, mujer? ¿A dónde vas?
- Ana: Tranquilo, cosita. A estas alturas no no me avergüenzo de tus excentricidades (le acaricia la barbilla). Mientras no empieza, voy sho también a por un chori. (Sale de escena por el flanco izquierda).
- José Luis: Volvé pronto, mi amor. (Con un gesto de la mano y los labios, le envía el aire de un beso).
(A la izquierda de José Luis se sienta una señora. Al lado de ella -a dos espacios del asiento de José Luis- una silla está desocupada, aunque tiene un abrigo 'sobretodo' colgando del respaldo. Se acerca, tropezando con los figurantes que llenan otros asientos, otra señora, alta, muy maquillada y bien vestida, entrada en una cuarentena indefinida y fría. A su paso saltan voces y quejidos y ella responde con el silencio. Mientras, en la palestra imaginaria se oyen los primeros compases de Amelita Bartán cantando 'Loca'.




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Guernica. Parte 6

(Se le cae, inerte, envuelta en sueño, una mano al Sr. Domínguez, que queda colgando del borde del diván. José Luis lo advierte). Ah, ya entiendo, me apremia usted para que le cuente más detalles de mi cortejo hacia Ana. ¡Me conmueve su interés! Aunque estamos aquí no para hablar de mí, sino de usted. Pero, ¡séa!, puesto que toda esta historia no es sino en su interés. (Resopla el Sr. Domínguez y se mueve convulsamente en el diván. Los ronquidos son cada vez más sonoros).
¡Vale, vale, ya vienen más historias, no se impaciente!
Ana fumaba mucho por aquel tiempo, siempre en el patio de la consulta. Inmediatamente pensé que debía fumar con ella para acercarme más. El problema es que yo no fumaba. Y ¡quiá!, siempre pensé que fumar es muy malo. Así que tuve que autoconvencerme de los beneficios de fumar aparte de estar cerca de Ana en la pausa del café.
¿Qué excusas podía encontrar para empezar a fumar? (Se oye un golpe sordo y se verá que una paloma de marioneta reemprende aturdida el vuelo tras el golpe contra la ventana).
¡No sea bruto, Sr. Domínguez! ¿Cómo iba a hacer yo eso?
Pensé varios efectos beneficiosos: el fumador es un hombre físicamente poderoso. En los momentos en que no fuma, el organismo, acostumbrado a hacer esfuerzos contínuos para tolerar la acción del tabaco, da más de sí y se convierte en un superhombre. (Pega un brinco y se le caen las gafas. Se ve rodando por el piso la única lente de las dos que seguía en uso. Se pone las gafas, ahora ya sin lente alguna en su montura y mira al Sr. Domínguez).
¡Sí, vería aún más que ahora, saltaría más, volaría! Dejaría de ser un hombre anodino del barrio de Recoleta para convertirme en el ¡superhéroe argentino! Las mujeres me desearían, los hombres me admirarían o temerían.
Ese ya fue un estímulo grande para intentar empezar a fumar. Pero aún encontré más.
Seguro que el tabaco me broncearía de color ceniza y como usted sabe, los hombres de mundo, los que vuelven locas a las mujeres, tienen ese tono de piel.
Y el olor del tabaco desprendiéndose de todo mi cuerpo... ¡ah, afrodisíaco para las hembras... la última feromona sexual!
(El Sr. Domínguez explota en un ronquido que deja paso al silencio, seco).
- Sr. Domínguez (desperezándose): ¿Tabaco? ¿Por fín me invita al Davidoff?
- José Luis (sorprendido, se tropieza contra una silla): Le estoy salvando la vida, ¿y a usted sólo le interesa eso? (Pausa. Mira el bloc de notas, se masajea las cejas, acomoda a la nariz las lentes, se rasca la barbilla). ¿En dónde íbamos?
- Sr. Domínguez: En el tabaco.
- José Luis: ¿Otra vez? A veces pienso que quiere usted sabotearse su propia consulta. (El Sr. Domínguez baja la cabeza).
En fin, prosigamos. Con la fuerza y atractivo de un superhéroe fumador, me animé al siguiente paso: llevarla a su casa, tener una oportunidad para relacionarnos fuera de la consulta. (Pausa).
¿Se da cuenta de la cantidad de cosas que hacemos los hombres para poder conseguir a una mujer, para poder al final...? (Duda, su palabra cuelga y deja la frase sin sentido, como una percha sin traje).
- Sr. Domínguez: ¿...comprometernos?
- José Luis (con una sonrisa artificiosa y pícara): Sí, claro, esa es la meta que tenemos todos los hombres.
- Sr. Domínguez: Pero yo no quiero humillarme como usted. (Se lleva inmediatamente las manos a la boca).
- José Luis: No se sienta incómodo, tiene razón. (De espaldas al público y al Sr. Domínguez, mira por la ventana). Aprendí a manejar en dos clases, la llevé a casa en un auto alquilado y mientras manejaba fumando mi primer pitillo, tuve un ataque de tos y otro de pánico y estrellé el coche.
- Sr. Domínguez: ¿Y volvío a verla alguna vez?
- José Luis: Me casé con ella. Al parecer le gustaban mis cuadros.
- Sr. Domínguez: ¿Qué cuadros? ¿Pinta usted?
- José Luis (Se cae encima de la silla. Palidece y tartamudea. Se siente incómodo para mostrar sus pinturas): ¿Cuadros? ... ¿cuadros? Ja, ja, no. Me refería a mis cuadros de titulación de psiquiatría. Ya sabe, un trabajo serio, no como la pintura ... no en vano le estoy salvando la vida ahora mismo.
- Sr. Domínguez: Ah, gracias. Creí que usted pintaba, como esos artistas modernos.
- José Luis: Por favor, no (se ríe ahogadamente). Así pues, me casé con una mujer que no agradaba a mis padres y así pude sentirme incomprendido como cualquier persona normal y el sentirme normal me hizo feliz. (José Luis abre la puerta y acompaña al Sr. Domínguez al umbral).
- Sr. Domínguez: No la encuentro.
- José Luis: ¿El qué?
- Sr. Domínguez: La normalidad.
- José Luis (duda un instante): Cómprese un auto y comience a fumar.
(El sr. Domínguez sale por la puerta izquierda del escenario. José Luis se queda sólo y se colapsa en el sillón).



Consulta. Los habituales escritorio, poltrona y diván. La ventana del costado a la derecha está iluminada por un fuerte haz de luz. En lugar de claxons se escuchan al azar algunos trinos de pájaros. Se entiende que es primavera. El Sr. Domínguez ya está tendido en el diván y José Luis, inhabitualmente, se ha dispuesto en la poltrona y con el escritorio de frente al diván del Sr. Domínguez. Además ha cambiado su bata blanca por un pull-over verde.
- José Luis: Sr. Domínguez, ¿ha notado alguna mejoría desde la última consulta?
- Sr. Domínguez (frota nerviosamente sus manos): Yo... (Pausa. Baja la mirada). Agradezco que me hablara de su juventud...
- José Luis: ¿Y...?
- Sr. Domínguez: Sigo sintiéndome... (alza rápidamente la cabeza y fija la mirada en José Luis) anormal. (Suspira, se hunde ligéramente en el diván). Pero sigo con Dorita. A días estoy tranquilo (titubea)... a días siento que me es imposible rendir. (Se muerde los nudillos y aprieta un puño). Me cuesta.
- José Luis: (Se levanta del sillón. Da una palmada en el hombro al Sr. Domínguez): Es normal tener dudas. (Pasea por la sala. Se extravía mirando por la ventana). Es normal sentirse... (Pausa. Se aparta de la ventana y mira a un lado) ... raro.
Pero, ¿qué es ser normal? (Vuelve a acercarse a la ventana).
Recuerdo una noche, hace muchos años. Tres amigos íbamos de juerga. Estaban borrachos y yo no y me pidieron que manejara. Aún no conocía a Ana ni había intentado aprender a manejar, ¿recuerda?
- Sr. Domínguez: Sí.
- José Luis: Y no quería reconocer ante mis amigos que no sabía manejar, claro (se ríe). Me senté en el puesto del conductor, miré los pedales y dije a mis amigos (se da la vuelta y mira al Sr. Domínguez): ¡Éste es el freno y éste el acelerador!
- Sr. Domínguez: ¿Y qué pasó?
- José Luis: arranqué el motor y no paramos de reir. Obviamente se dieron cuenta de que no sabía manejar, pero lo hice. Y (vuelve a extraviarse en el ventanal) me sentí el bicho raro del grupo pero logré manejar.
- Sr. Domínguez: Yo no habría podido. Me habría sentido observado, como si me pusieran a prueba.
- José Luis: (se ríe. Vuelve a su asiento): ¿A prueba? Todos los días estamos a prueba. Eso es la vida: una prueba de rendimiento.
A veces pienso que cuando mi mujer se acuesta conmigo está yendo al banco a cobrar un cheque. Y creo que ella se pregunta si yo seré un cheque con fondos o vacío y que se quedará conmigo 'salvo buen fin'. Aún soy joven para darle un hijo y si no se lo doy, seré como un cheque sin fondos.
(El Sr. Domínguez cierra los ojos, desbordado por la identidad consigo de la historia. Crujen los nudillos de su mano).
Y... y también tengo que divertirla. (Se afloja el botón de la camisa. Camina rápidamente por la habitación. Agarra del escritorio un reposamuñecas de computadora, fino y alargado. Es verde, de una materia parecida a la silicona).








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Guernica. Parte 5



- Sr. Domínguez (ya tumbado en el diván): ¿Es cierto que soy impotente? (José Luis revisará el bloc de diagnóstico a cada palabra del Sr. Domínguez) ¿Que tengo presión por rendir? (José Luis se tapa la boca y se golpea la frente). ¿Que soy un onanista enamorado de la madre? (José Luis se arranca los pelos de las sienes).
- José Luis: ¿Quién le dió ese diagnóstico?
- Sr. Domínguez: Usted, ahora. (José Luis mira el bloc y lo esconde tras su espalda).
- José Luis (ríe forzadamente): Vamos, pucha, ¡estaría leyendo el diagnóstico de otro paciente!
(Recupera del piso el avión de papel y lo tiene en sus manos). Además, ¿quién no sintió la presión por rendir alguna vez? ¿quién no falló una noche con una dama? ¿quién no es un onanista enamorado de la ma..? (El Sr. Domínguez rompe en un sollozo. José Luis se calla y se pellizca una mejilla. Aplana el avión y relee la nota del diario. Se aclara la voz).
- José Luis: Ha de disculpar mi indelicadeza, debo de estar hoy despistado por algo. (Arroja la nota del diario a la basura. Pausa. Se quita las gafas y masajea sus párpados). Normalmente no hablo de mí en consulta. (Suspira). Yo era joven, tendría unos treinta años. Llevaba mis novias a casa, las conocían mis padres y las aprobaban, así con unas cuatro o cinco.
¿Qué le parece? Unos padres compresivos, ... una situación ideal. El anti-Edipo, ¿no?
- Sr. Domínguez (aún sorbiendo sus sollozos): Este, sí... sí.
- José Luis: Le mostraré que un poco de conflicto, un poco de Edipo a veces puede traer buenas cosas. Como decía yo tenía en casa la paz, el anti-Edipo y sin embargo, me sentía raro. Eran los años setenta, en casa teníamos unas sillas de diseño modernísimas y espantosas. Cada vez que les decía a mis padres 'me siento raro', ellos pensaban que estaba hablando de las sillas. En cambio yo sabía que el problema no estaba en ellas, sino en mi vida, en que todo era normal, previsible. ¿No es eso lo que busca usted, Sr. Domínguez?
- Sr. Domínguez (mientras recompone las solapas de su chaqueta, en el diván): Pues... sí.
- José Luis: Y claro... la estabilidad, todos la buscamos. (Agarra de su mesa-escritorio un globo mapamundi. Se pasea por la sala, observándolo). Yo ya me había decidido, me casaría con Rosa, una joven de mi edad y de buena familia. (Pausa. Se detiene en un punto de la sala. Fija su mirada en el globo terráqueo). Y de repente... ¡lo inesperado! (Hace girar rápidamente el globo. Lo posa en el escritorio y se sienta en la butaca). Apareció Ana.
- Sr. Domínguez (incorporándose lévemente en el diván): ¿Una antigua novia?
- José Luis: Mi mujer. Ahí se solía sentar, donde está usted ahora (indica al Sr. Domínguez y al diván). Hace años, antes de la reforma, ahí había una puerta y la mesa escritorio de la secretaria.
- Sr. Domínguez: ¿Su mujer era secretaria?
- José Luis: Más o menos, más o menos (se ríe y mira por la ventana). Mi mujer era de todo menos una secretaria. Mi secretaria era Doña Pietra, una de esas mujeres solteras, ya sabe... dedicadas con gran seriedad a una profesión rutinaria y con una vida personal a juego. Y un día agarró una gripe fuerte y me llama por teléfono diciéndome que deberá guardar cama por dos semanas.
¿Y qué hago sin secretaria, yo que pierdo a cada instante las cosas? me pregunté.
Llamé a una agencia y me trajeron a Ana. Me enamoré nada más verla: era una morocha, linda, menuda, de cuerpo nervioso y mente despistada, con un desorientamiento casi infantil. Pero su sonrisa triunfaba sobre cualquier defecto y conseguía el prodigio de parar mi mente racional. Ya no me importaba que respondiera mal a mis llamados, traspapelara las fichas de los clientes o no escribiera a máquina.
- Sr. Domínguez: Es cierto, su secretaria parece bastante incompetente.
- José Luis: Ana ya no es mi secretaria. (El Sr. Domínguez se da vuelta en el diván y ahoga una risa nerviosa).
- José Luis (mira a la ventana y sigue hablando): Cierro los ojos y aún recuerdo cómo vino vestida a su primer día de trabajo... como una hippie, con colores llamativos, falda de tela y una pequeña flor en el pelo. (Saca un puro habano de la bata y lo huele, quieto, lento, como meditando, bajo su nariz. Suspira. Mira al Sr. Domínguez). Es que era artista, ya sabe, un temperamento libre.
- Sr. Domínguez: Un temperamento de los que solucionan problemas... ¿cómo los míos?
- José Luis: ¿Eh? ¡Ah, sí, sus problemas! (Se vuelve a sentar en su butaca). A eso iremos a llegar. (Se enciende el cigarro puro e inhala dos bocanadas. Gesticula con el puro en la mano derecha y con él indicará y reforzará sus argumentos hacia el Sr. Domínguez, que ahogará pequeños tosidos pero no se quejará por el humo). Su problema es con las mujeres. El mío era con las mujeres.
¿Se da usted cuenta de todo lo que hacemos los hombres por conseguir a las mujeres?
(El Sr. Domínguez asiente. José Luis ha sacado un álbum de fotos del escritorio y está hojeándolo).
¡Ah, qué linda que estaba acá! (Se encuentra absorto frente a una página del álbum. La integridad del siguiente monólogo transcurrirá sin que José Luis levante la mirada del álbum, del que, de cuando en cuando, irá pasando las hojas).
A veces no tenemos valor para declararnos y entonces nos comportamos como zombies guiados por un cerébro autónomo. Sin alma, sin sangre babeamos, vacilamos, indecisamente buscamos excusas para mantenerlas a nuestro lado hasta que nos vengan las fuerzas para decirles lo que sentimos.
Ellas, en cambio, nos muestran un hombro desnudo, nos dedican una mirada travestida de inocencia o rozan casualmente nuestro brazo y ya nos tienen.
No sé si se habrá dado cuenta, pero estoy hablando de mí. (Se escucha un ligero roquindo viniendo del diván). ¡Qué elocuente y agudo es usted! ¡Sabía que me había descubierto desde el inicio!
Pues sí, yo ya la amaba y no sabía cómo decírselo. En breve tiempo tenía que volver doña Petra recuperada de su gripe y yo necesitaba más tiempo para componerme y reunir fuerzas para aunque fuera invitarla a un café. ¿Me entiende? Era vital... ¡tiempo! (Se escucha otro ronquido, éste más fuerte). Eso es, Sr. Domínguez. (José Luis pasa otra página del álbum, su mirada siempre apegada a las páginas).
Se me ocurrió que podía encargarle tareas insustanciales, vaguezas para tenerla ocupada y cerca mío. Juntos comenzamos a limpiar las fichas clínicas de los pacientes. Primero pasándoles el plumero, después rociándolas con agua en spray y finalmente sumergiéndolas en bañeros de agua. Mientras, yo estaba muerto de angustia, pensando en que esas fichas eran únicas y por tanto, muy valiosas pero a ella la había convencido de la extrema importancia de esa tarea y así la tenía junto a mí día a día, trabajando juntos codo con codo y compartiendo los momentos. ¡Fueron tiempos deliciosos! ¿Se imagina? (Otro ronquido).
Gracias, gracias, por su atención. Le será muy curativo escuchar esto.
Despues de lavar en agua las fichas, pintamos los archivadores: de azul aquellos que guardaban las fichas de clientes masculinos y de rosa las mujeres. (Sonido de ronquido. José Luis sigue hojeando el álbum de fotos).
¿Que en qué resultó todo? Las fichas se secaron y quedaron como pergaminos y como no se podían leer, algunas fichas de clientes varones acabaron en el fichero en el fichero femenino y viceversa. Otras se mandaron por correo en las felicitaciones navideñas y ocasionaron varias crisis de ansiedad entre pacientes que creyeron haber cambiado de sexo por nuestra metedura de pata.
Tras todo este embrollo casi me echan del colegio de médicos. Y yo seguía sin declararme. Tuve que mentir de nuevo a doña Petra, decirle que aún no podía reincorporarse al trabajo, que teníamos que acabar un importante proyecto que estaba aún a la mitad.



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