sábado, 26 de diciembre de 2009

Guernica. Parte 5



- Sr. Domínguez (ya tumbado en el diván): ¿Es cierto que soy impotente? (José Luis revisará el bloc de diagnóstico a cada palabra del Sr. Domínguez) ¿Que tengo presión por rendir? (José Luis se tapa la boca y se golpea la frente). ¿Que soy un onanista enamorado de la madre? (José Luis se arranca los pelos de las sienes).
- José Luis: ¿Quién le dió ese diagnóstico?
- Sr. Domínguez: Usted, ahora. (José Luis mira el bloc y lo esconde tras su espalda).
- José Luis (ríe forzadamente): Vamos, pucha, ¡estaría leyendo el diagnóstico de otro paciente!
(Recupera del piso el avión de papel y lo tiene en sus manos). Además, ¿quién no sintió la presión por rendir alguna vez? ¿quién no falló una noche con una dama? ¿quién no es un onanista enamorado de la ma..? (El Sr. Domínguez rompe en un sollozo. José Luis se calla y se pellizca una mejilla. Aplana el avión y relee la nota del diario. Se aclara la voz).
- José Luis: Ha de disculpar mi indelicadeza, debo de estar hoy despistado por algo. (Arroja la nota del diario a la basura. Pausa. Se quita las gafas y masajea sus párpados). Normalmente no hablo de mí en consulta. (Suspira). Yo era joven, tendría unos treinta años. Llevaba mis novias a casa, las conocían mis padres y las aprobaban, así con unas cuatro o cinco.
¿Qué le parece? Unos padres compresivos, ... una situación ideal. El anti-Edipo, ¿no?
- Sr. Domínguez (aún sorbiendo sus sollozos): Este, sí... sí.
- José Luis: Le mostraré que un poco de conflicto, un poco de Edipo a veces puede traer buenas cosas. Como decía yo tenía en casa la paz, el anti-Edipo y sin embargo, me sentía raro. Eran los años setenta, en casa teníamos unas sillas de diseño modernísimas y espantosas. Cada vez que les decía a mis padres 'me siento raro', ellos pensaban que estaba hablando de las sillas. En cambio yo sabía que el problema no estaba en ellas, sino en mi vida, en que todo era normal, previsible. ¿No es eso lo que busca usted, Sr. Domínguez?
- Sr. Domínguez (mientras recompone las solapas de su chaqueta, en el diván): Pues... sí.
- José Luis: Y claro... la estabilidad, todos la buscamos. (Agarra de su mesa-escritorio un globo mapamundi. Se pasea por la sala, observándolo). Yo ya me había decidido, me casaría con Rosa, una joven de mi edad y de buena familia. (Pausa. Se detiene en un punto de la sala. Fija su mirada en el globo terráqueo). Y de repente... ¡lo inesperado! (Hace girar rápidamente el globo. Lo posa en el escritorio y se sienta en la butaca). Apareció Ana.
- Sr. Domínguez (incorporándose lévemente en el diván): ¿Una antigua novia?
- José Luis: Mi mujer. Ahí se solía sentar, donde está usted ahora (indica al Sr. Domínguez y al diván). Hace años, antes de la reforma, ahí había una puerta y la mesa escritorio de la secretaria.
- Sr. Domínguez: ¿Su mujer era secretaria?
- José Luis: Más o menos, más o menos (se ríe y mira por la ventana). Mi mujer era de todo menos una secretaria. Mi secretaria era Doña Pietra, una de esas mujeres solteras, ya sabe... dedicadas con gran seriedad a una profesión rutinaria y con una vida personal a juego. Y un día agarró una gripe fuerte y me llama por teléfono diciéndome que deberá guardar cama por dos semanas.
¿Y qué hago sin secretaria, yo que pierdo a cada instante las cosas? me pregunté.
Llamé a una agencia y me trajeron a Ana. Me enamoré nada más verla: era una morocha, linda, menuda, de cuerpo nervioso y mente despistada, con un desorientamiento casi infantil. Pero su sonrisa triunfaba sobre cualquier defecto y conseguía el prodigio de parar mi mente racional. Ya no me importaba que respondiera mal a mis llamados, traspapelara las fichas de los clientes o no escribiera a máquina.
- Sr. Domínguez: Es cierto, su secretaria parece bastante incompetente.
- José Luis: Ana ya no es mi secretaria. (El Sr. Domínguez se da vuelta en el diván y ahoga una risa nerviosa).
- José Luis (mira a la ventana y sigue hablando): Cierro los ojos y aún recuerdo cómo vino vestida a su primer día de trabajo... como una hippie, con colores llamativos, falda de tela y una pequeña flor en el pelo. (Saca un puro habano de la bata y lo huele, quieto, lento, como meditando, bajo su nariz. Suspira. Mira al Sr. Domínguez). Es que era artista, ya sabe, un temperamento libre.
- Sr. Domínguez: Un temperamento de los que solucionan problemas... ¿cómo los míos?
- José Luis: ¿Eh? ¡Ah, sí, sus problemas! (Se vuelve a sentar en su butaca). A eso iremos a llegar. (Se enciende el cigarro puro e inhala dos bocanadas. Gesticula con el puro en la mano derecha y con él indicará y reforzará sus argumentos hacia el Sr. Domínguez, que ahogará pequeños tosidos pero no se quejará por el humo). Su problema es con las mujeres. El mío era con las mujeres.
¿Se da usted cuenta de todo lo que hacemos los hombres por conseguir a las mujeres?
(El Sr. Domínguez asiente. José Luis ha sacado un álbum de fotos del escritorio y está hojeándolo).
¡Ah, qué linda que estaba acá! (Se encuentra absorto frente a una página del álbum. La integridad del siguiente monólogo transcurrirá sin que José Luis levante la mirada del álbum, del que, de cuando en cuando, irá pasando las hojas).
A veces no tenemos valor para declararnos y entonces nos comportamos como zombies guiados por un cerébro autónomo. Sin alma, sin sangre babeamos, vacilamos, indecisamente buscamos excusas para mantenerlas a nuestro lado hasta que nos vengan las fuerzas para decirles lo que sentimos.
Ellas, en cambio, nos muestran un hombro desnudo, nos dedican una mirada travestida de inocencia o rozan casualmente nuestro brazo y ya nos tienen.
No sé si se habrá dado cuenta, pero estoy hablando de mí. (Se escucha un ligero roquindo viniendo del diván). ¡Qué elocuente y agudo es usted! ¡Sabía que me había descubierto desde el inicio!
Pues sí, yo ya la amaba y no sabía cómo decírselo. En breve tiempo tenía que volver doña Petra recuperada de su gripe y yo necesitaba más tiempo para componerme y reunir fuerzas para aunque fuera invitarla a un café. ¿Me entiende? Era vital... ¡tiempo! (Se escucha otro ronquido, éste más fuerte). Eso es, Sr. Domínguez. (José Luis pasa otra página del álbum, su mirada siempre apegada a las páginas).
Se me ocurrió que podía encargarle tareas insustanciales, vaguezas para tenerla ocupada y cerca mío. Juntos comenzamos a limpiar las fichas clínicas de los pacientes. Primero pasándoles el plumero, después rociándolas con agua en spray y finalmente sumergiéndolas en bañeros de agua. Mientras, yo estaba muerto de angustia, pensando en que esas fichas eran únicas y por tanto, muy valiosas pero a ella la había convencido de la extrema importancia de esa tarea y así la tenía junto a mí día a día, trabajando juntos codo con codo y compartiendo los momentos. ¡Fueron tiempos deliciosos! ¿Se imagina? (Otro ronquido).
Gracias, gracias, por su atención. Le será muy curativo escuchar esto.
Despues de lavar en agua las fichas, pintamos los archivadores: de azul aquellos que guardaban las fichas de clientes masculinos y de rosa las mujeres. (Sonido de ronquido. José Luis sigue hojeando el álbum de fotos).
¿Que en qué resultó todo? Las fichas se secaron y quedaron como pergaminos y como no se podían leer, algunas fichas de clientes varones acabaron en el fichero en el fichero femenino y viceversa. Otras se mandaron por correo en las felicitaciones navideñas y ocasionaron varias crisis de ansiedad entre pacientes que creyeron haber cambiado de sexo por nuestra metedura de pata.
Tras todo este embrollo casi me echan del colegio de médicos. Y yo seguía sin declararme. Tuve que mentir de nuevo a doña Petra, decirle que aún no podía reincorporarse al trabajo, que teníamos que acabar un importante proyecto que estaba aún a la mitad.



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