sábado, 26 de diciembre de 2009

Guernica. Parte 6

(Se le cae, inerte, envuelta en sueño, una mano al Sr. Domínguez, que queda colgando del borde del diván. José Luis lo advierte). Ah, ya entiendo, me apremia usted para que le cuente más detalles de mi cortejo hacia Ana. ¡Me conmueve su interés! Aunque estamos aquí no para hablar de mí, sino de usted. Pero, ¡séa!, puesto que toda esta historia no es sino en su interés. (Resopla el Sr. Domínguez y se mueve convulsamente en el diván. Los ronquidos son cada vez más sonoros).
¡Vale, vale, ya vienen más historias, no se impaciente!
Ana fumaba mucho por aquel tiempo, siempre en el patio de la consulta. Inmediatamente pensé que debía fumar con ella para acercarme más. El problema es que yo no fumaba. Y ¡quiá!, siempre pensé que fumar es muy malo. Así que tuve que autoconvencerme de los beneficios de fumar aparte de estar cerca de Ana en la pausa del café.
¿Qué excusas podía encontrar para empezar a fumar? (Se oye un golpe sordo y se verá que una paloma de marioneta reemprende aturdida el vuelo tras el golpe contra la ventana).
¡No sea bruto, Sr. Domínguez! ¿Cómo iba a hacer yo eso?
Pensé varios efectos beneficiosos: el fumador es un hombre físicamente poderoso. En los momentos en que no fuma, el organismo, acostumbrado a hacer esfuerzos contínuos para tolerar la acción del tabaco, da más de sí y se convierte en un superhombre. (Pega un brinco y se le caen las gafas. Se ve rodando por el piso la única lente de las dos que seguía en uso. Se pone las gafas, ahora ya sin lente alguna en su montura y mira al Sr. Domínguez).
¡Sí, vería aún más que ahora, saltaría más, volaría! Dejaría de ser un hombre anodino del barrio de Recoleta para convertirme en el ¡superhéroe argentino! Las mujeres me desearían, los hombres me admirarían o temerían.
Ese ya fue un estímulo grande para intentar empezar a fumar. Pero aún encontré más.
Seguro que el tabaco me broncearía de color ceniza y como usted sabe, los hombres de mundo, los que vuelven locas a las mujeres, tienen ese tono de piel.
Y el olor del tabaco desprendiéndose de todo mi cuerpo... ¡ah, afrodisíaco para las hembras... la última feromona sexual!
(El Sr. Domínguez explota en un ronquido que deja paso al silencio, seco).
- Sr. Domínguez (desperezándose): ¿Tabaco? ¿Por fín me invita al Davidoff?
- José Luis (sorprendido, se tropieza contra una silla): Le estoy salvando la vida, ¿y a usted sólo le interesa eso? (Pausa. Mira el bloc de notas, se masajea las cejas, acomoda a la nariz las lentes, se rasca la barbilla). ¿En dónde íbamos?
- Sr. Domínguez: En el tabaco.
- José Luis: ¿Otra vez? A veces pienso que quiere usted sabotearse su propia consulta. (El Sr. Domínguez baja la cabeza).
En fin, prosigamos. Con la fuerza y atractivo de un superhéroe fumador, me animé al siguiente paso: llevarla a su casa, tener una oportunidad para relacionarnos fuera de la consulta. (Pausa).
¿Se da cuenta de la cantidad de cosas que hacemos los hombres para poder conseguir a una mujer, para poder al final...? (Duda, su palabra cuelga y deja la frase sin sentido, como una percha sin traje).
- Sr. Domínguez: ¿...comprometernos?
- José Luis (con una sonrisa artificiosa y pícara): Sí, claro, esa es la meta que tenemos todos los hombres.
- Sr. Domínguez: Pero yo no quiero humillarme como usted. (Se lleva inmediatamente las manos a la boca).
- José Luis: No se sienta incómodo, tiene razón. (De espaldas al público y al Sr. Domínguez, mira por la ventana). Aprendí a manejar en dos clases, la llevé a casa en un auto alquilado y mientras manejaba fumando mi primer pitillo, tuve un ataque de tos y otro de pánico y estrellé el coche.
- Sr. Domínguez: ¿Y volvío a verla alguna vez?
- José Luis: Me casé con ella. Al parecer le gustaban mis cuadros.
- Sr. Domínguez: ¿Qué cuadros? ¿Pinta usted?
- José Luis (Se cae encima de la silla. Palidece y tartamudea. Se siente incómodo para mostrar sus pinturas): ¿Cuadros? ... ¿cuadros? Ja, ja, no. Me refería a mis cuadros de titulación de psiquiatría. Ya sabe, un trabajo serio, no como la pintura ... no en vano le estoy salvando la vida ahora mismo.
- Sr. Domínguez: Ah, gracias. Creí que usted pintaba, como esos artistas modernos.
- José Luis: Por favor, no (se ríe ahogadamente). Así pues, me casé con una mujer que no agradaba a mis padres y así pude sentirme incomprendido como cualquier persona normal y el sentirme normal me hizo feliz. (José Luis abre la puerta y acompaña al Sr. Domínguez al umbral).
- Sr. Domínguez: No la encuentro.
- José Luis: ¿El qué?
- Sr. Domínguez: La normalidad.
- José Luis (duda un instante): Cómprese un auto y comience a fumar.
(El sr. Domínguez sale por la puerta izquierda del escenario. José Luis se queda sólo y se colapsa en el sillón).



Consulta. Los habituales escritorio, poltrona y diván. La ventana del costado a la derecha está iluminada por un fuerte haz de luz. En lugar de claxons se escuchan al azar algunos trinos de pájaros. Se entiende que es primavera. El Sr. Domínguez ya está tendido en el diván y José Luis, inhabitualmente, se ha dispuesto en la poltrona y con el escritorio de frente al diván del Sr. Domínguez. Además ha cambiado su bata blanca por un pull-over verde.
- José Luis: Sr. Domínguez, ¿ha notado alguna mejoría desde la última consulta?
- Sr. Domínguez (frota nerviosamente sus manos): Yo... (Pausa. Baja la mirada). Agradezco que me hablara de su juventud...
- José Luis: ¿Y...?
- Sr. Domínguez: Sigo sintiéndome... (alza rápidamente la cabeza y fija la mirada en José Luis) anormal. (Suspira, se hunde ligéramente en el diván). Pero sigo con Dorita. A días estoy tranquilo (titubea)... a días siento que me es imposible rendir. (Se muerde los nudillos y aprieta un puño). Me cuesta.
- José Luis: (Se levanta del sillón. Da una palmada en el hombro al Sr. Domínguez): Es normal tener dudas. (Pasea por la sala. Se extravía mirando por la ventana). Es normal sentirse... (Pausa. Se aparta de la ventana y mira a un lado) ... raro.
Pero, ¿qué es ser normal? (Vuelve a acercarse a la ventana).
Recuerdo una noche, hace muchos años. Tres amigos íbamos de juerga. Estaban borrachos y yo no y me pidieron que manejara. Aún no conocía a Ana ni había intentado aprender a manejar, ¿recuerda?
- Sr. Domínguez: Sí.
- José Luis: Y no quería reconocer ante mis amigos que no sabía manejar, claro (se ríe). Me senté en el puesto del conductor, miré los pedales y dije a mis amigos (se da la vuelta y mira al Sr. Domínguez): ¡Éste es el freno y éste el acelerador!
- Sr. Domínguez: ¿Y qué pasó?
- José Luis: arranqué el motor y no paramos de reir. Obviamente se dieron cuenta de que no sabía manejar, pero lo hice. Y (vuelve a extraviarse en el ventanal) me sentí el bicho raro del grupo pero logré manejar.
- Sr. Domínguez: Yo no habría podido. Me habría sentido observado, como si me pusieran a prueba.
- José Luis: (se ríe. Vuelve a su asiento): ¿A prueba? Todos los días estamos a prueba. Eso es la vida: una prueba de rendimiento.
A veces pienso que cuando mi mujer se acuesta conmigo está yendo al banco a cobrar un cheque. Y creo que ella se pregunta si yo seré un cheque con fondos o vacío y que se quedará conmigo 'salvo buen fin'. Aún soy joven para darle un hijo y si no se lo doy, seré como un cheque sin fondos.
(El Sr. Domínguez cierra los ojos, desbordado por la identidad consigo de la historia. Crujen los nudillos de su mano).
Y... y también tengo que divertirla. (Se afloja el botón de la camisa. Camina rápidamente por la habitación. Agarra del escritorio un reposamuñecas de computadora, fino y alargado. Es verde, de una materia parecida a la silicona).








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