lunes, 4 de enero de 2010

Patio de mujeres


‘Patio de mujeres’

Tendría unos cuatro años. Es curioso cómo guardamos todos un primer recuerdo de nuestra vida. Para mí el inicio de la infancia comenzó debajo de un viejo sillón acrílico. Estaba buscando una canica que había perdido aquella mañana jugando con mi amiga Rosa.
- Bajad la voz, que ha entrado la niña – susurró la abuela Clara.

Yo oía perfectamente todo lo que decían y entendía más o menos el sentido de esas conversaciones de patio. Me hacía la distraída y comenzaba a jugar con la canica –supongo que una niña huérfana es capaz de divertirse con las cosas más simples-, mientras aguzaba el oído, intentando entender la razón de esos misterios vedados al oído de los niños.
La abuela se levantaba en esos momentos fatídicos en los que yo buscaba agarrar el significado de aquel mundo de mayores y me sacaba del patio a la sala de estar.
Pero algunas veces, el favorecedor mimo de mi madre intervenía y yo, como ajena a la conversación de las mujeres, me quedaba fingiendo un infantil ensimismamiento en el juego.
- Déjela, madre, ¿qué va a entender? Si es una chiquilla.

La abuela, que por aquel entonces ya empezaba a estar más que entrada en carnes, se levantaba trabajosamente de la silla, cogía la baraja y el abanico del arcón y repartía cartas mientras se abanicaba.
Con ello pretendía distraer la conversación hacia las cartas, incómoda como estaba de que yo pudiera seguirla.
- Esta calor no permite parar- decía la prima Lola con su gracia del sur mientras recogía las cartas.

Y es que nuestro patio era un hervidero. Era un patio de Sevilla, amplio pero cerrado, encuadrado por los altos muros de una casa de vecinos de tres alturas. En el patio pasé mi niñez y saboreé cada momento en que casi furtivamente mi presencia, como por un sortilegio de magia, se volvía invisible para los mayores. Pese a ello, siempre percibí algo extraño en el patio, como un aviso sólo percibido por mi estómago.
Este patio, con todo su aspecto de grandeza venida a menos, con sus azulejos y mosaicos árabes ya mohínos, con su fuente seca, con todo ese hechizo añejo, parecía incompleto.

- Mamá, mamaíta, ¿cuándo vendrás a que te enseñe el patio de la Rosa?
- Quita, niña, no quiero mezclarme con esa gente ‘perdía’- me respondía mi madre.
Yo no entendía aquello de la gente ‘perdía’. Siempre que quería, cruzaba el caminito de tierra que separaba nuestras casas y entraba en el patio de la Rosa. ¿Por qué estarían ‘perdías’? Yo siempre lo encontraba fácilmente. Además aquel patio tenía una hermosa reja negra con las barras terminando en avellanas doradas y una grandiosa fuente que refrescaba y aligeraba las pesadas tardes de verano.

- Mamá, ¿por qué nuestra fuente está seca?
- Calla, niña.
- Y la puerta no deja ver la calle.
- No hay ná que ver en la calle- respondía mi madre con la entonación de no querer oír un quejido más.
- Tiene razón la chiquilla. Aquí se asa una de la ‘caló’- decía Lola.
- Corta- concluía la abuela plantando la baraja en el lado de la mesa de Lola.

Lola entonces cortaba y se mojaba un pañuelo por el cuello. Mi tía Lola era joven y bella. Siempre pensé que la reñían al hablarle, más que a mí, y no lo entendía, porque, si bien yo era una niña, ella era ya una persona mayor.
- Y ponte algo más decente- le decía mi madre.
Esos trapos leves, siempre tan ligera, parece que vayas provocando.
Lola se callaba y seguía ungiéndose el cuello, moreno y espigado como una caña. Yo soñaba ser como ella de mayor, con esos pechos grandes y morenos que se pegaban a la tela mojada del vestido.
- Y a saber que harás con tu amiga de la calle alta. Siempre juntas, riéndoos.
A tu edad yo ya estaba casada, cuidando de un hombre y haciendo hijos.
- Es que hoy en día ya no quedan hombres- musitó tímidamente Lola.
- Siempre la misma excusa- respondía mi madre.
- Corta- plantaba la abuela el mazo sobre la mesa.

La prima Jacinta se sentaba en el último rinconcito de la mesa. Lola vestía un traje recatado, negro como una noche con una luna de encajes blancos en el cuello. Apenas intervenía en las conversaciones y si lo hacía, se limitaba a responder con voz de pajarito alguna pregunta.
Jacinta tenía hechuras de mujer bella, siempre lo pensé, pero se había marchitado. Detrás de ella había una palmerita seca posada sobre un cuadradito de césped discreto. Parecía que hubiera elegido sentarse ahí por afinidad con aquel árbol.
Cásate, escribe un libro y planta un árbol, nos decían por aquel entonces en la escuela. Sabía que la prima Jacinta nunca haría cualquiera de las dos primeras cosas, pero en cuanto a la palmera, parecía que fuera una extensión suya, que hasta se parecieran físicamente, ambas altas y delgadas, ambas un poco marrones y con aspecto solitario y triste.
La fuente seca, la palmera con el cuadrado de hierba, el piso de cemento exhalando un calor pesado e invasor como el fuego, las paredes enyesadas de una cal sucia y sombría, el gran portón ciego imposibilitando el contacto con el exterior, con mis amigas, con las demás mujeres del pueblo.
Tal fue el escenario donde me crié. Si hoy, según os lo narro, puede parecer opresivo o siniestro, no lo vivía así desde luego cuando era niña. Aprendí a jugar a las cartas, sentí el hilo conductor de la familia y su sangre en las hebras de mi madre y mi abuela. Fantaseé con ser una mujer sensual y bonita como era mi prima Lola e imaginé cuál podría ser la ocupación de Jacinta cuando, estando sola, fuera del patio, no tuviera que responder con monosílabos ni parecerse a una palmera vieja.
Lo único que me parecía raro era aquellos silencios cada vez que entraba al patio, esa sensación de pesadez en el aire, pareja a un espejismo fantasmagórico creado por la transpiración del piso de cemento.
¿Qué es lo que yo no debía oír? Cada vez que entraba en el patio, deseaba más y más conocer el secreto escondido en ese patio de mujeres.
Hasta yo misma me volví misteriosa. Aquella niña traviesa y misteriosa que jugaba con mi amiga Rosa en el patio del otro lado de la calle, gozando de su luminosidad fresca, del agua de la fuente, de sus risas de agua de Rosa, cambió hace una niña soñadora, ensimismada, un poco ausente.
Mientras Rosa me remojaba alrededor de la fuente, cuando nos perseguíamos jugando al pilla-pilla, comencé a crear un yo paralelo, una escisión de mí misma que con una angustia infantil se lanzaba preguntas que no sabía responder: si Rosa y su familia eran unas perdidas, ¿dónde se habían extraviado? ¿En la bodega de la casa? ¿Qué había de malo en mis juegos con Rosa o en los de mi bella prima Lola con su amiga de la calle Preciados?
Comencé a sentir repulsión hacia este patio, hacia Rosa, hacia sus sonrientes tías y madre. Si allá el clima era fresco y en mi casa todo se resquebrajaba por un calor insistente, si todo era seco, si mi abuela y mi madre eran secas, si apreciaban a mi prima Jacinta por su talle de palmera vieja mientras que la fresca Lola era renegada, ¿no significaba todo aquello que mi familia había encontrado el modo bueno de ser y que la Rosa y su familia lo habían perdido?
Sí, pensé que por eso sería, que por eso eran unas ‘perdías’.
Resolví interiormente despreciarlas, con la irracionalidad instintiva con que puede despreciar una niña de seis años. Hasta Rosa notó el cambio interior que se había obrado en mí. Quizá por eso discutimos y dejamos de vernos.
Ya no era una niña alegre ocupada durante mis juegos en descubrir los secretos de mi amiga, de su familia o de su patio. Ya no era una niña alegre. Era una niña triste. Me volví una Jacinta en pequeñito, un brote joven de palmera mustia.

- Esta calor no se puede aguantar. Se me mete hasta en los huesos, me aplasta con su peso… como si tuviera una persona encima- se quejó Lola una tarde.
- Hace tiempo que en este casa no se siente el peso de un cuerpo sobre un cuerpo- respondió secamente la abuela cortando la baraja.
-¡Calle, madre!- gritó mi madre. Las venas se le hinchaban alrededor de los ojos y sus cuencas parecían más profundas, con un color amarillento. Ahora que soy mayor, cada vez que recuerdo esa imagen colérica, pienso en una figura del Greco.
¿Y a qué obedecía esa cólera? Yo ya me había vuelto observadora y triste, pero pese a esas nuevas cualidades de espíritu, seguía sin desvelar el misterio oculto entre las paredes del patio. Si las paredes fueran bellas rejas negras acabadas en adornos como avellanas de oro, el secreto se habría colado en el aire a través de las rejillas y el aire le habría despojado de ropajes oscuros de secreto y el secreto, desnudo, ya no sería secreto, sería verdad. Pero entonces yo no sería yo y el patio de mi niñez habría sido otro patio, abierto, luminoso, fresco y frondoso, como un mundo distinto que pudo ser y no fue, como un mundo en pequeñito, como el rocío de una rosa. Y yo sería mi amiga Rosa. Pero no era Rosa. Seguía siendo la pequeña Angustias y sabía que en adelante nadie más me diría que mi nombre no se parecía en nada a mí. Era una niña triste en busca de un secreto.
- No he de callar- gritó la abuela soltando el mazo sobre la mesa.
¡La vida es eso! El peso de un cuerpo sobre un cuerpo. En esta casa encerrada hace ya demasiados años que el único peso que entra es el del calor por las ventanas.
- Es que ya no hay hombres como los de antes, abuela- dijo Lola.
- Ya no hay hombres, la guerra terminó con lo que quedaba de ellos- zanjó la abuela, mientras una lágrima rodaba por los lunares de su vestido.
El patio se quedó en silencio. Un silencio de verano, caliente y pesado.
Cuando una niña se da cuenta a los seis años que la ligereza y alegría han huido de su pecho diminuto, sabe que la pesadez, la gravedad y las ropas sombrías como las de la prima Jacinta acabarán por asentar el vacío en su corazón. En esos días la niña que yo era se volvió vieja, como si ya tuviera los mismos treinta y un años que tengo hoy.
Quizá por eso ya no me mandaban salir del patio.
Y quizás por eso también, porque ya no me ordenaban salir del patio, yo quise salir del patio, porque cuando a una niña se le agría el alma ya no busca jugar por las esquinas ni oler a nardo en los patios. Te vuelves retorcida con la edad.
Quise salir del patio, quise seguir a la Lola y saber dónde pasaba las mañanas, quise seguir al viento fresco que jugaba con sus cabellos… quise volver a ser ligera.
Quise olvidar que mi alma me pesaba más que el calor que nos aplastaba el cuerpo. Te vuelves retorcida con la edad.

A las mañanas Lola iba a hacer sus recados, o eso nos decía. Pero yo sabía que Lola traía viento ligero enredado entre sus cabellos y que todo lo fresco y ligero no podía provenir de nuestro patio, tan cerrado y prieto por un calor que nos mustiaba como jacintos muertos.
La seguí. Salí del caserón por la puerta de atrás. Viento. Parecí revivir, sentí mis venas invadidas de nuevo por la infancia. Mientras seguía a Lola pasé por delante de la verja de barras negras acabadas en nuez dorada. Ví a Rosa, fresca, delante de su fuente. Levantó la mano con una mueca agridulce en el rostro. Devolví emocionada el saludo pero rápidamente bajé la mano, retenido mi brazo por una batalla entre mis seis años y los treinta y uno de mi edad retorcida.
Seguí caminando. Lola había entrado en un viejo palacio de dos pisos de la calle Mayor. Entré por la puerta abierta y subí por su escalera de madera, entre paredes lóbregas aclaradas tímidamente por destellos de cal. Unos sonidos extraños me guiaban con un canto hipnótico, como unos jadeos estertores de muerte… de muerte de una forma de vivir, de nacimiento de otra. Pero eso no lo entendí hasta instalarme completamente en los treinta y un años.

Lola, desnuda y bella, acariciaba un bebé que se resbalaba entre sus brazos por los pechos relucientes de sudor. La luz de una ventana doraba su cuerpo en aristas de oro y, mi vista, aturdida por el brusco tránsito entre la oscuridad y el fulgor, me hizo creer que experimentaba una alucinación.
Cuando reaccioné y pude abrir los ojos, acabé de contemplar aquella imagen, semejante a un lienzo de un nacimiento profano.
Andrea, la amiga inseparable de mi prima, también desnuda, abrazaba protectoramente a Lola y al pequeño.
Se me escapó un grito de horror y huí.

Aquella tarde Lola no volvió al patio y sin ella, los brazos del calor nos apretaban más las sienes y nos volvíamos más locas.
La abuela cortó el mazo de la baraja. Repartió cartas. Una mosca asfixiaba zumbaba con el ala rota.
- Sirve- dijo mi abuela.
-Bastos- respondió mi madre.
- ¿No echas triunfo?- preguntó la abuela a Jacinta.
-¿Me está permitido?- replicó Jacinta.
- ¡Qué cosas tiene esta niña!- dijo la abuela.
Siguieron lanzando las cartas como ralentizadamente sobre la mesa. El calor, más pesado que las otras tardes, lo paraba todo, hasta la raíz del movimiento.
La mosca de ala muerta era cubierta por un moscón colosal.
- Esa mosca está gozando- dijo la abuela.
- ¿Por qué, abuela?- pregunté yo, que ya no era expulsada nunca del patio.
- Porque la cubre un macho como un toro. El macho, macho y la hembra, hembra. Es lo único que hay… y no sé por qué seguimos consumiéndonos en un mundo que ya no es así.
- Madre, ¡calle!- gritó mi madre.
Jacinta se quebraba como una flor moribunda privada de tierra fértil. La falta de Lola y su viento fresco guardado en sus cabellos se sentía y el fuego de cinco soles parecía ocupar su ausencia. Yo sudaba como un río que nunca llegaría a unirse con el mar. El fuerte brazo de la locura amenazaba con estrangularnos a todas.
- Un macho como un toro cubre a la hembra, que siente su peso y se estremece.
En este casa ya sólo se siente el peso del calor que nos aplasta- repetía la abuela, demente, como cantando una nana.
Una lágrima comenzó a rodar tímidamente por la mejilla de mi madre.
- ¿Por qué lloras? Todas las demás del pueblo han aceptado cómo son las cosas ahora. Mira a la Lola. Sólo a ti te pena haber malgastado la última tierra fértil que nos daba la Naturaleza.
Mi madre comenzó a pellizcarse con furia las mejillas hasta hacerse sangre. La abuela había recuperado el mazo de cartas y lo guardaba entre las manos, como indiferente a todo. Jacinta parecía asfixiarse y jadeaba intermitentemente, la primera vez que la veía reaccionar con algo de emoción. Yo lloraba.
- Mamá, ¿por qué tienes sangre?- pregunté sollozando.
- Esta sangre, tan roja como las rosas, se desborda de mis venas, de tanta simiente que vertió en ella el pobre Miguel. Tres hijas como tres amapolas me hizo. ¡Mire usté el color, madre! ¡Mire usté el color!
- ¡Mentira otra vez! Mi Miguel, fuerte como el alba, no dio hijos porque se derramaba en tierra yeca. Tuviste tus hijas con la Lidia, la madre de estas dos. Igual que se hacen hoy las hijas.

Mi madre lloraba sin parar y la mezcla de las lágrimas y sangre manchaba su rostro con una mueca monstruosa. Jacinta también se rompió en mas lloros y me dirigió una mirada sostenida, como envuelta de un mensaje especial que no supe descifrar hasta unos segundos más tarde, cuando cumplí treinta y un años.
-¡Pobrecito! ¡Ay! Ya venía muy mermadito, como todos los hombres, rotos por las prisas de la vida, la polución, la vergüenza de ya no ser machos. Se rompían por las esquinas como embalses viejos, por cuyas grietas ya no se derramaba semen, sino hojas secas-gimió mi madre.
Jacinta salió corriendo desconsolada del patio y sin saber por qué advertí en ella un aire familiar ignorado hasta entonces.
- La guerra nuclear acabó por extinguirlos. Dentro de unos años, mi Angustias habrá olvidado la idea de lo que era un hombre- exclamó mi madre.
- Ay, mi Miguel, más bello que el amanecer- lloró la abuela.
En ese mismo instante mi inocencia de cinco años se perdió para siempre y cumplí los treinta y un años que tengo ahora.
Un moscón toro cubría a la hembra de ala rota.
Fin

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