viernes, 6 de julio de 2012

Maneras de vivir

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Paseíllo
Es una soleada tarde de Domingo. Verónica recibe la alternativa. Orgullosa, piensa que todos estos años entrenando junto a su padre han merecido la pena. Pequeños cabestros primero, un poquito más grande después, luego vaquillas, por fin un toro. Ya era hora, no pensaba que eso de las mariposas en el estómago en la lidia de su primer toro era tan cierto. Vistalegre está preciosa. Verónica se felicita de lo bien que ha cambiado el mundo del toro en el trato a las mujeres. En los tiempos de mocedad de su ama habría sido impensable que cogiera la alternativa una mujer. Hoy, bajo el sol entregado de Bilbao, Verónica se da cuenta que, en los domingos en que no hay partido del Athletic, el botxo es una ciudad tan torera como cualquiera y se felicita de formar parte de una fiesta tan bonita en una ciudad tan festiva y animada. Le sigue su cuadrilla y el personal de la plaza de toros. Camina erguida, imponente y su sonrisa refleja la confianza de que el respetable va a presenciar una corrida de alternativa memorable. Se emborracha de éxito bajo los aplausos de los entendidos. Patxi, el banderillero, le dice ‘ánimo, maestro, la platea está con usted’.
Estos nervios la van a matar. No está aún metida en la corrida. Pensaba que iba a estar concentrada como todas las tardes de entreno con su aita Fernando. La mira desde el asiento a la izquierda del presidente. Verónica fija la mirada en Fernando y éste mantiene los ojos firmes en su capote. Su hija interpreta lo que tantas veces le ha enseñado Fernando. Que se concentre en el capote y en el toro. No hay nada más en este mundo. De mientras, el picador ha entrado en acción. Gorka es casi capaz de leer su mente, si es que la conoce desde pequeña. La ha notado nerviosa y ha entrado en acción con la lidia a caballo. Gorka lidiará los minutos suficientes para que vuelva a concentrarse en la corrida y dar un quite a los nervios. Verónica se siente feliz de tener unos compañeros buenos, que la ayudan en todo momento. Con la vara enarbolada como Don Quijote, Gorka se va dirigiendo al toro. La monta, tranquila. Es todo un veterano. Espolea suavemente a Rocinante –Gorka lo nombró así porque siempre fue un cervantino antiguo, un amante de los toros, de Bilbo, de Unamuno y de Elvis. Del Athletic y de su cantera. Como Dios manda. Por eso incita al toro con arrojo y calma celestial.- y éste, guiado por las riendas, gambetea con sus fuertes patas, como un Fernando Llorente equino aguantando el balón ante una miríada de defensas. Va a embestir, luego confunde al toro y se tuerce para la derecha. Para en seco, echa para atrás, cambia de nuevo de dirección y el toro, confuso, recibe un puyazo en el morrillo. Salta hacia arriba con la fuerza del mejor toro bravo y no se arredra ante la vara que le acaba de herir en el lomo. Parece el toro que embiste en el logo de los autos Lamborghini, piensa Verónica. Es un toro bravo y noble, no cabe duda, como los que oyó alabar en tantas tardes de tertulia taurina en el club, entre el aitite Manuel, su aita y la cuadrilla de amigos. Verónica se siente cada vez más inmersa en la corrida. No se acuerda de qué son los nervios y lo mejor es que se ha reconectado a la dinámica del toreo sin esfuerzos premeditados. Simplemente dejándose llevar por la belleza de la corrida, como en las tardes de primavera con el aitite en Vistalegre o con Fernando en la tele –cuando aún echaban toros- tras jugar con los cabestros. Ya de pequeña amaba el embrujo que sentía ante una buena corrida que le hacía dejar el mundo del día a día y volar al mundo del arte, como un juego de niños.
‘¡Gorka!’ grita al tío la vara, como le llama a veces cariñosamente. El picador, que acaba de terminar la faena, deja a un lado los aplausos y la música de banda que lo agasajan como a un victorioso general romano en el desfile. Mira a Verónica y con ojos determinados y semblante digno, como un Alejandro Magno bilbaíno, entiende que Verónica ha entrado en su zona. La zona en la que el embrujo del toro la posee. Es la hora del show, como decía Elvis. Tercio de quites. Hacía mucho que no salía un sábado a la noche. No es fácil estudiar, tener diecisiete años, querer sacar la media para entrar en medicina, prepararse para enfrentarse con valor y temple a un toro y tener tiempo para buscar novio. Menos mal que las amigas las tiene desde pequeña y siempre estarán con ella, les dedique más o menos tiempo. Piensa que la tratan como a una abeja reina desde que saben que va a coger la alternativa en el mismísimo Vistalegre. Todas de rojo y blanco, bellas y atractivas. Blanco, como el color de la pureza. Rojo, como el color de la sangre que nos da la vida, como el color del drama o de la gloria. Como el color de la derrota o de la victoria. Se sienten como un gigantesco capote con labios rosas y curvas atrayentes como el vuelo del paño.  Verónica se acerca a la barra, orgullosa, erguida, bañada de una luz especial. Sus amigas la siguen. Sólo le falta que la lleven a la sillita de la reina para sentirse como una monarca en su corte. ¿Pero dónde está mi rey? –se pregunta.
Un chico se le acoda frente a la barra. ‘Un Carlos III’ para la señorita, pide al barman Tomás.
‘¡Tomás! ¡Qué sorpresa! Pero, ¿qué haces aquí? Te creía estudiando sociología en Barcelona’ se sorprende, gratamente, Verónica.
‘He vuelto por Semana Santa al botxo’ dice Tomás con cierto distanciamiento.
Siempre has sido un chulito, piensa Verónica, pero estás más bueno que las kokotxas en salsa verde. Esta noche serás mío. Show time. Sonríe femeninamente a su toro.
Tercio de quites.
Lo va a recibir como se merece. Porque es un animal bravo, fuerte como una tempestad, digno como un emperador, noble como un nueve del Athletic.
‘Verónica, haz honor a tu nombre’ grita su padre desde el graderío. Vistalegre ríe y la charanga se pone a cien por hora. Es hora de que el Lamborghini saque toda su fuerza.
Verónica adelanta el pie izquierdo. Sostiene el capote con ambas manos. Incita al animal. ¡Ehe! Lambo –ella ha decidido llamarlo así aunque no conozca su nombre- embiste con bravura bajo el capote y Verónica dirige el escape del astado hacia el lado derecho. Vuelve a adelantar el pie, a sostener el capote con ambas manos, a ofrecerse al animar, a esperar a que embista, a sacar brillo a su lomo negro y sol. Una vez, otra, otra, giros, vueltas, el sol arrancando brillos en círculo al toro como una escultura cinética. Y gira, y gira, y embiste, y salta bajo el capote y éste vuela y Verónica se siente inmersa, embriagada, embrujada y encantada bajo el océano del toro. Dios, qué feliz es. El respetable aplaude la serie de verónicas como si no hubiere mañana. Verónica siente una poderoso onda de respeto, mucho más grande que ella, en torno a sí. Mira a su padre, a Gorka, a Patxi, al alcalde Azkuna de Bilbao, a su apoderado, al público en general. Están atentos, dignos, nobles. Porque el público del toreo es así. Verónica se siente orgullosa de ser quién es, de ser una artista y de tener enfrente a un animal maravilloso que se lo permite: Lambo.  ‘¿Pero no era que no me ibas a dirigir ya la palabra mientras viviera?
‘Soy un sociólogo en ciernes y ya no hago juicios de valor así como así, sin pensar. A la torera’.
‘Ja, ja. Qué gracioso eres. Buen embiste’ ríe a gusto Verónica.
‘¿Y qué tal va tu respeto a la vida del toro, tu denuncia a sus valores autoritarios y de muerte, su apego al mercadeo de la sangre del animal, etecé, etecé? ¿No era así como me lo dijiste la vez que me dejaste plantada en Santutxu?
‘Vamos, tú. Ahora soy casi sociólogo, te repito. Y vivo en Barcelona y las catalanas son más tacañas para darse que un toro con los pitones cortados. Estoy muy caliente, vamos’.
‘¿Así que quieres montar potra de nácar, torito?’
‘Sí. Por favor. Como hacíamos antes’.
Verónica abre la bragueta de Tomás. Saca su miembro del slip. Lo nota duro y recio como un asta. Lo acaricia y le dice ‘Vamos al baño’.
‘Entra tú primero’ le dice frente a la puerta del w.c.
‘Está bien’ responde Tomás con gesto de extrañeza y a la vez de contentillo embriago alcohólico. 
Verónica cierra el pestillo de la puerta por fuera.
‘Tendrás que aguantarte con el Correbou ése o como se llame’.
Serie de Verónicas, piensa.
Banderillas y tercio de muerte.
Patxi ha clavado con arte y prestancia ya su juego de banderillas. Verónica se recuerda de cuando su padre se quedó prendido de él en aquella feria de recortadores en Estella. Ya entonces era prudente y a la par atrevido, justo y económico en el esfuerzo y a la vez exuberante, sabio y ortodoxo al esquivar los ataques del toro y al mismo tiempo creativo, fuerte de piernas como un levantador de halteras y a la vez flexible y fino como un junco.
Mientras aplauden a Patxi, éste la mira emocionada. Le recuerda a la vez que su padre lo llevó por vez primera en la cuadrilla y no le defraudó. Ella tendría unos cinco años y miraba el espectáculo con el entendimiento y la entereza de una persona mayor. El tendría unos veinte años y se rompía en llantos de emoción. Ahora Patxi la mira como entonces, a punto de quebrarse por el gozo –no lo hace, como el junco- y la exhorta: ‘A matar, maestro’.
Aunque Verónica es diestra, sabe usa ambas manos y por eso hoy se corona Diestra. Coge la muleta con la zurda, espera compuesta el embiste de Lambo, se gira a su embiste y estira el brazo. Mueve apenas los pies. Está toreando en una baldosa, como dicen los entendidos. Repite tres naturales más y Lambo la mira a los ojos, como le ocurría al maestro Antoñete. Verónica lo interpreta como un gesto de admiración por parte del animal –‘Me vas venciendo por el momento, con arte y aplomo…’ y un guiño de complicidad entre dos que conocen su oficio, aunque desde lados opuestos ‘…pero venderé cara mi vida y lucharé hasta el final como un guerrero noble’.
Dicho y hecho. Tras el último natural, el toro, bravío, prosigue el ataque. Verónica responde a la cita y con la mano hacia adelante y la terminación a la altura del pecho, provoca que Lambo levante la cabeza.
‘Fuerza, Maestro. Eso es un pase de pecho’ gritan su padre y el alcalde Azkuna al unísono.
Lambo parece un poco más cansado ya, como Elvis en sus últimos años, piensa Verónica. No merece ridiculizarlo. Lo va a llevar bien. Tiene que llegar a su desenlace con honor. Verónica mira a Lambo. Éste se la sostiene. Verónica agarra la muleta con las dos manos y se pasa la izquierda tras la espalda. Lambo acude al quite y pasa valeroso y limpio bajo el capote. Verónica no se ha movido. Manolete aplaude en espíritu y Vistalegre se acuerda del gran maestro con cariño.
Verónica sabía que Lambo no iba a decaer, aunque estuviera cansado. Porque un gran guerrero no sabe de excusas y por eso nunca se rinde. Como el Athletic, piensa Verónica. Que se lo digan a los del Manchester. ‘No me dejes a pavo, por favor. Desde octubre que no mojo. Las catalanas son más tiesas que el bacalao sin desalar como no les hables en catalán. Va para siete meses. Por lo que más quieres. Soy un macho joven. No puedo seguir así. ¿No puedes olvidar nuestras diferencias?’.
Verónica abre la puerta. La cierra tras de sí con otro pestillo interior. Se rompe el vestido rojiblanco y deja asomar sus pechos como cuernos por el escote. Saca el sexo de Tomas. ‘Espera. ¿No usamos protección?’ ‘No. Somos animales nosotros también. Hagámoslo natural’ responde Verónica. Agarra el sexo, lo chupa, siente sus venas irrigadas y la firmeza del miembro. Se baja las bragas. Lo encamina hacia su vulva asido aún por la mano. Tomás cierre los ojos, totalmente entregado. ‘Espera. Te voy a hacer la mamada del siglo’ susurra. Unta su punta con saliva, capta su forma y la amolda la anatomía de su boca y sus labios, le pega unos pequeños mordisquitos. ‘Ah, ah, no pares’ grita Tomás sobre la música house de la discoteca. Sigue besando la parte del tallo del miembro. Aparta la boca y empieza a frotarlo con la mano derecha, arriba y abajo, arriba y abajo, casi fricción y humo. ‘No pares, Verónica, no pareess. Te amo’. Tomás esparce su semen en la cara de Verónica. Esta lo traga y lo saborea con delicadeza y tiempo, como si fuera un caldo de Rioja.
‘Aún te queda mucho para cubrir a una hembra de verdad, ternero. Yo necesito a alguien bravo de verdad, que cumpla hasta el final.
Tomás se queda derrumbado sobre la taza del w.c. Verónica se recompone el vestido con un clip y sale del cuarto.  
Tú sí que has estado a la altura, piensa. ‘La espada, Patxi’. Se vuelven a mirar a los ojos. El espíritu del león, de Pattón, de Hércules, Alejandro Magno y Fernando Llorente se arremolina en la mirada de Lambo. Verónica se tira con fuerza hacia el animal, con la misma furia heroica de Bruce Lee pateando en vuelo a Chuck Norris en las arenas del Coliseo romano. Clava el estoque justo en la aorta y evita el último estertor de bravura del toro, que sacude en vano su cornamenta. Ha muerto un gladiador. Otra sigue en pie. Los dos se han ganado un sitio en el panteón de la gloria torera. Aunque eso tendrán que decirlo los entendidos, reflexiona humilde Verónica. Pero los libros dan igual. Porque Vistalegre se deshace en rosas rojas y pañuelos blancos. Los mansos se llevan al toro heroico. El hombre Tomás, nunca Centauro, sale del baño llevando su vergüenza a cuestas arrimada a las axilas de sus amigos. Verónica, en cambio, sale a hombros por la puerta grande de Vistalegre. Verónica piensa en lo que le está ocurriendo y en el episodio con Tomás. Son maneras distintas de vivir, piensa para sí. Levanta los brazos asiendo las dos orejas y el rabo y sonríe a la cuadrilla y al aita. 

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