viernes, 6 de julio de 2012

Gentes del mundo

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Llevo bogando doce horas sin descansar. Tengo diez años. Me llamo Omar o eso creo. Así me lo recordó mi abuela esta mañana antes de pedirme que subiera a la patera. Mi madre murió el año pasado y desde entonces nos hemos empobrecido más y más. Tanto que mis abuelos ya no podían alimentarme. Han pagado sus últimos dinares para que me aceptaran en esta barca. No sé si podré seguir remando mucho más tiempo. Hay hombres mayores y mujeres embarazadas con bebés. También otros niños, más pequeños que yo. Pero ellos no tienen que remar. Entre los niños han dicho que soy el mayor y que, por ello, he de remar. Me duelen mucho los brazos. Los mayores dicen que tras unas luces lejanas está el final del estrecho. No sé quién será el estrecho, pero a mí se me está haciendo ancho. Tras esas luces viene Algeciras, repiten una y otra vez. No os rindáis. Casi llegamos, casi ya está. Algeciras. Remar. Remar. Remar ola arriba, cuando ya no se ven ni luces, ni estrecho, ni Algeciras. Sólo estrellas y cielo negro. Remar ola abajo, agarrándose unos a otros para no caer de la barca, cuando sólo vemos agua oscura y sombras borrosas en el agua. De vez en cuando el viento deja de soplar y remamos sobre un mar llano. Entonces vuelven a hablar los mayores de Algeciras. Me estoy cansando ya de oír hablar de ella. Igual es la mujer del estrecho aquel. Sea quien sea, habrá de ayudarnos pronto si hemos de alcanzar las luces esas. Porque ya no noto los brazos. Se me han quedado insensibles y muy fríos. Antes me ardían y ahora ya no los noto. Ahora lo que me arde es la boca. Tengo muchísima sed y un picor que los mayores dicen que es la sal del mar al entrar por la boca y la nariz. Que no nos preocupemos, que esa sal es buena, que nos da fuerzas. No sé si es buena o no. Pero el hombre mayor que se tiró al agua para beber agua con sal no ha vuelto a aparecer. Quizá es verdad que sea bueno y se ha quedado en el mar, bebiéndola. Más luces, ahora cercanas. ¿Estará cerca Algeciras y sus luces mágicas? Pero estas luces vienen del cielo que antes estaba oscuro. Y del mar, que antes se movía arriba y abajo. Y hacen mucho ruido. No oigo nada. Los mayores están gritando, pero ya no les oigo. Sólo el ruido de las luces. Nadie rema ya. ¿Algeciras? Una escalera de cuerda baja a la barca desde la luz ruidosa. Los mayores suben por esa escalera. ¿Camino a los cielos? Me alegro por ellos si es así. Yo también quiero subir. ¡Ay! Me han agarrado por la espalda. Vuelo por encima de la borda. La luz ruidosa sigue por ahí arriba y la que flota por el mar, está encima mío y me deslumbra. No veo nada. La mano que me ha agarrado me suelta sobre una superficie. Se mueve arriba y abajo, como la patera pero menos. Es otra barca, naranja y pintada con cruces rojas. Junto a mí vuelvo a ver a las mujeres y a los otros niños. Los hombres habrán alcanzado los cielos porque ya no los veo. Todo ha salido bien, ¿no? En la barca hay letreros. No sé qué dicen, pero las mujeres lo repiten, como antes en la patera. Algeciras. -Abróchense los cinturones- oigo por la megafonía del avión. -Estoy nerviosa, ¿sabe?- le digo a la señora del asiento de al lado. -¿Y a qué vas, bonita? ¿Te espera alguien? ¿Tus padres? ¿Amigas?- me acaricia la mano y sonríe mucho. –Espera, tú eres ya una mujercita. Te esperarán las amigas en algún hotel. –Intento responderle pero no puedo hacerlo. No para de hablar. -Te divertirás mucho con las amigas en Marruecos. Es un país maravilloso. Te llevan a excursiones preciosas, a lugares exóticos, ves la forma pintoresca de vivir de esas gentes. Y los marroquíes que vienen al hotel a bailar a la noche son guapísimos todos. Que sé que estás en edad de eso -me golpea repetidamente con el codo y me guiña un ojo, sin dejar de sonreír. Pues ya me estoy tranquilizando. Esta señora me lo ha pintado todo tan bonito y como no ha dejado de hablar, resulta que hemos despegado sin darme cuenta y ya estamos por los aires. Si consigo cortar un poco su palabrerío, le voy a agradecer el haberme tranquilizado. Estoy deseando ya conocer Marruecos y sus gentes. -¿Así que Marruecos y sus gentes son maravillosas? –consigo preguntarle. -Divinos, querida. Hablo mucho con ellos en el hotel. Son muy serviciales y muy educados. –Sigue sonriendo. ¡Qué suerte compartir viaje con una persona tan conocedora de Marruecos! -Pues me va a acompañar Ud. en todas mis misiones, ya que los quiere tanto. -Claro –carraspea un poco. -¿Y dónde me has dicho que te alojas, querida? -No se lo he dicho aún. En una misión de Casablanca –le respondo. -¡Oh! Vas a hacer una misión en Casablanca. Como Bogart en la película. ¿Eres acaso de la CIA? –ahora ríe a carcajadas y sigue hablando. ¡Qué mujer tan divertida! -No. Voy a la misión que mi ONG tiene en Casablanca. Aún no sé muy bien qué haremos allá. En definitiva será para ayudar. Y si hay suerte, igual conozco a alguno de esos marroquíes tan guapos que dice usted –le respondo. Se ha puesto unos cascos de música y ya no sonríe. Ahora soy yo quien la codeo suavemente para que me preste de nuevo atención. Se quita el auricular de un oído y me dice: -Perdona, querida. Echan una película estupenda en la pantalla del respaldo. Cuando acabe, me sigues hablando de tus beduinos. –Me sonríe y sigue viendo el filme. Es una pena que no sé cómo, poco antes de aterrizar se ha cambiado de asiento –algo del mareo, me ha dicho –y luego ya no la he vuelto a ver. Han pasado ya diez años desde que llegué a Algeciras. Estuve un tiempo en hogares de acogida y yendo al colegio. Se me hacía muy difícil. No hablaba español y me perdía en las clases. De los diez a los quince años pensaba continuamente en volver a Marruecos. Hasta que me di cuenta de que si quería volver, tendría que arriesgar mi vida. Esconderme en los bajos de un camión, meterme de polizón en un barco o colaborar con alguna mafia a cambio de que me llevaran de vuelta. Y yo no quería nada de eso. Quería volver como una persona más, en mi coche o pagando un billete de avión. Pero es imposible si no tienes dinero. En esos cinco años, hice amigos. Muchos de mi país y algunos españoles. Alguna vez hice alguna travesura, igual que las hacían los chicos españoles de mi edad. Cuando me cazaron haciendo el gamberro, empezaron a llamarme morito. A mis amigos españoles de correrías les riñeron en caso y no les pasó nada más. Yo fui a un centro de detención para menores. Al salir, volví a buscar a los del barrio. Ya éramos más mayores. Me decían que no era el de antes y que estaba ‘maleado’. ¿Qué era eso? En todo caso estaría mejorado, pienso yo. En el centro aprendí a pintar y mi profesor me decía que tenía sensibilidad. Claro, que eso los amigos de la infancia no lo querían oír. Hablaban de prepararse bien para ir a la universidad y aunque no me dijeron más malas palabras aparte de lo de maleado, ya no querían venir más conmigo. Comencé a juntarme sólo con chicos marroquíes. Excepto algunos pocos que se metían en problemas, la mayoría éramos buenos chicos. Y mucha gente –nacida en España o fuera de ella, como yo –era amable con nosotros. Se preocupaban por si estudiábamos, hacíamos ejercicio, vestíamos bien… Y digo que eran amables fueran nacidos en España o no. Porque mi abuela me enseñó que todos somos iguales porque todos somos hijos de Dios, Alá o de como quieras llamarlo. Reconozco que no practico ninguna religión, pero sí sé que todos los hombres y mujeres tenemos que ser hermanos. Por eso si de diez personas, aunque sólo fuera una, ésa me trataba distinto sólo por haber nacido en otro continente y tener otra raza, me hervía la sangre. Hablo en pasado porque he aprendido que esa gente también puede ser buena. Sólo que no nos conoce a los africanos y por eso piensa que somos distintos. Y somos humanos, somos iguales. Pero, bueno, me ocurre pocas veces y ya no le hago caso. Además, este país me ha dado mucho. Me ha educado, aquello que quería mi abuela. Supe que subió al cielo. Al de verdad, no al cielo del helicóptero que se llevó a mis compañeros mayores de la patera. Estaría orgullosa de mí. Tengo veinte años y ya he expuesto en alguna galería. Dicen que mis cuadros ‘expresan sensualidad, que dan calor, procuran alegría, explotan en chillidos crudos de color, pero suaves en tono y convivialidad’. No entiendo todo lo que dicen, pero sé que es bueno. Dentro de poco, me internacionalizo. Gracioso verbo para un hijo de la inmigración como soy yo, éste de ‘internacionalizarse’. Voy a exponer en París. Aquella señora del avión era muy agradable. No lo niego. Así fue mientras le parecí una chica europea perfectamente educada e ingenua. Y lo soy, europea y educada. Pero ahora sé mucho más. El desdén de la señora –se fue de mi lado en el avión porque yo no iba a Marruecos a vivir sus lujos, sino a ayudar a ‘esas gentes’, como las llamó –me hizo abrir un poco los ojos. Diez veranos más como cooperante me los han hecho abrir más. Y esos mismos diez años, quitando sus veranos, de vuelta en España, me los han abierto aún más. En Marruecos he aprendido a estar al pie de la calle. A ayudar a mis compañeros en la educación de los que no tienen para educarse, a sonreír cuando por dentro me voy a derrumbar porque veo que las cosas apenas han cambiado en tanto tiempo. A tomar la tensión, a ser una experta en enseñar medidas de higiene, a alimentar a niños y madres malnutridos, a purificar el agua encharcada… a todo eso y más, y sin embargo no soy médico. Soy crítica de arte. Soy crítica de arte porque creo que más allá de los necesarios hechos y del imprescindible lenguaje de las palabras que han de cambiar la mente e ideas de los ciudadanos y países ricos hacia los pobres, tiene que haber otro lenguaje, abstracto quizás, que llegue y cambie nuestros corazones. Porque en España y en toda Europa, he intuido corazones bondadosos bajo los pechos de muchas personas. Y desgraciadamente he sentido el frío de otros cuando hablábamos de inmigración. ‘Vienen a robar, viven de nuestros ahorros, no quieren integrarse’. Esas palabras me hielan. ‘Es gente alegre, ayudan con todo lo que pueden, están trayendo una renovación impagable a nuestro viejo continente y más cosas que seguirán aportando’. Esas palabras han resonado en mi interior con la misma calidez del pulso de los buenos corazones que las sienten. Así que tras hacer y decir muchas cosas, he decidido que lo que quiero es sentir cosas, en la piel, en las entrañas, en el corazón. Y hacer que los demás las sientan y se transformen. No tengo ningún don para las artes, lamentablemente. Ni para las escritas, sonoras, figurativas… ni siquiera para las del amor de pareja. Ahora bien, para las del amor al prójimo tengo mucho. Y para observar también. Como crítico de arte, vivo de ello, de observar y transmitir el talento de los demás. Siempre he pensado que es una tarea que tiene que servir al bien común. La belleza del buen arte nos ha de ayudar. Por eso, ahora voy a cerrar el diario para comenzar a hacer la maleta. Me voy a París a criticar arte. Como tantas otras veces. Si mañana me encuentro a aquella señora del avión, le diré que ahora tengo veintiocho años, que he hecho mil viajes en avión, que soy soltera, que me siguen gustando ‘las gentes’ de Marruecos y de todo el mundo. Y que aunque ahora sé mucho más que antes, sigo siendo ingenua. Porque los ingenuos, a la larga, somos los que ayudamos a mejorar el mundo. -Je reviens dans une minute, François. Allez maintenant prendre un verre de quelque chose de bon. Je serai de retour dans un instant… -Por fin me libro del comisario de la muestra. Es un pesado. Ya me ha dado material para hacer diez artículos sobre su galería. Se debe de creer que tengo más influencia artística que los Maeght. En fin, seguimos a lo nuestro. Criticar cuadros. Aún no he tenido tiempo de ver ni uno. Curioso, curioso… ¡qué colores, como chillidos suaves! Imágenes calurosas, sentimientos sonrientes, aromas de unión y hermandad. ¿Pero qué hago? Estoy pensado con clichés y frases hechas. Pero es que son ciertas. Estos cuadros me hacen sentir todo eso. ¿Quién dijo que a veces la pintura es sólo un borrón abstracto de pigmentos sobre un lienzo? Si la abstracción o la figuración –me da igual, no soy racista –me hacen sentir así, ¡que viva la abstracción! Tengo que hablar con François. Ya. -François, il faut que vous me disiez vite qui est le peintre. Il m’a fait tomber la tête! -O, vous, les femmes! –ríe. –Il est beau, hein? -Basta, François. No lo conozco siquiera pero he de conocerlo. Nunca había sentido algo así viendo unos cuadros. -Pero ahora hablás espagnol de grepente… -me está haciendo mofa de parisino sofisticado. Le echo una mirada de reprobación bien española. Me indica con el dedo a un joven. Sonríe pícaramente y me deja sola. Me voy acercando al chico que me ha señalado. Parece muy joven. Tendrá… unos veinte años, le calculo. Le cojo del antebrazo. -Me llamo Linda García. Soy crítica de arte del ‘Observador’ de Madrid. –Espero no haberme presentado muy agresivamente. ¿Será de verdad este joven el pintor? -Yo soy Omar Ben Amí. Soy el pintor –me estrecha la mano y muestra todos sus dientes, riendo. Tiene una chispa y una frescura contagiosas. –Yo viví en España –me mira a los ojos. -Yo soy española –le respondo. Es obvio que lo soy. Menuda respuesta. Creo que me estoy sonrojando. Y se ríe… lo ha notado. -¿Te gusta mi pintura, Linda? –me pregunta Omar. -Sí, me encanta. Su color, su alegría, sus chillidos suaves… -Ja, ja, ja –ríe estrepitosamente Omar. -¿Te ríes de mí? –pregunto ingenuamente. -Me recuerda a una cosa que leí. No me río de ti. Me río contigo. Tú me gustas. –Ahora sí que me he ruborizado. Me coge por el hombro y me explica, cuadro a cuadro, el sentido de su exposición ‘Gentes del mundo’.

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