
‘Minuto
31. Torres corre por la banda. Se deshace por velocidad de Philipp Lahm.
Jens Lehmann sale a su encuentro. Torres levanta el esférico, éste supera en
arco al portero y se dirige al palo contrario… ¡Gol! España gana uno a cero en
Viena. Estamos más cerca de sostener la Eurocopa 2008, amigos radiooyentes.
¡Gool!’
Torres
se ha deslizado de rodillas por el cesped, como una pantera, y celebra el tanto
con los compañeros de selección.
—¡Bien!
—grita Miguel. Salta junto a la hinchada de España, canta, corea cánticos,
ondea una bufanda, se abraza a sus vecinos de grada. Parece un aficionado
español más celebrando la victoria momentánea de su equipo. Pero no lo es.
Miguel se alegra por la selección de España, sí. Pero aún más porque, si gana
España, ello le salvará el cuello ante sus prestamistas.
—Mecagüen
diez, chatines —Miguel es asturiano. —De ésta me salvo. Seis mil euros bien
apostados me van a sacar del atolladero
—piensa Miguel.
—¿Te
acuerdas de nosotros, Miguel? ¿Pensabas que huyendo de Gijón no te íbamos a
encontrar? Si medio mundo está viendo este partido por televisión. Sólo a ti se
te ocurriría esconderte en la final de la Eurocopa.
—Vamos,
chatines, no os pongáis agresivos. No es lo que decís. Si es que soy más fan de
la selección que Manolo el del bombo. El Sporting no es nada para mí comparado
con la selección. Juega la selección, donde sea, que dejo lo que esté haciendo,
agarro un avión y allí me presento. Os lo juro, muchachos…
—Hablas
demasiado. Siempre fue tu defecto, Miguel. Y haces poco. Páganos los cien mil
euros o empieza a jurar.
Los
demás hinchas de la selección se han apartado de los cobradores y prosiguen sus
bailes. Los cobradores rodean ya a Miguel. Son dos tipos de aspecto curioso.
Uno es muy alto y fuerte y ronda los cincuenta años. Con la nariz rota del
boxeador y pelambrera engominada del mismo color que el alquitrán aceitoso,
choca verle su impecable vestimenta de banquero. Americana, cobarta y chaleco
de corte excelente. Solo que los banqueros en junta de accionistas no suelen
hablar como él:
—Paga
o te saco los dientes uno a uno delante de toda esta gente —amenaza el gigante.
A su lado está un tipo más bien pequeño. Aún no ha abierto la boca. Tiene todo
el aspecto de un contable recien salido de la universidad. Camisa de rayas,
pantalón informal pero de marca, gafas redondas, inicio temprano de calvicie y
barriguita que empieza a apreciarse bajo la camisa. No llega a los treinta. A
pesar de su juventud y su aspecto inofensivo, un solo gesto de su mano es capaz
de parar las ansias homicidas del matón. Así lo hace cuando el matón, que ya
agarraba del pecho a Miguel, como si tuviera dos solapas, estaba a punto de
romperle su camiseta de imitación de
España.
—No
nos debes cien mil euros —dice el contable. Habla relajadamente y se mesa los
cuatro pelos que le quedan en las entradas. Miguel suelta un suspiro de alivio.
Sonríe.
—Ya
sabía, Borja, que tú eres un señor. Un hombre serio. Un tipo con el que se
puede hacer negocios, fiable, sensato, estudioso…
El
otro acerca su enorme cara a Miguel. Parece una mezcla de orangután resoplando
aire por la nariz y de hombre de las cavernas con furia siciliana inyectada en
los ojos. A pesar de que el contable lo ha desacreditado al negar que Miguel
les debiera los cien mil euros, no ha abierto la boca ni se le ha movido una
gota de aceite del cabello. Parece que sólo habla cuando tiene que amenazar. Es
posible que si tiene que hablar por segunda vez, sus puños lleven todo el peso
de la conversación.
—Nos
debes ciento cincuenta mil —corrige Borja. —Interés del cincuenta por ciento
mensual, ¿recuerdas?
Miguel
traga saliva y su rostro enmudece más que la tez de Iniesta en el terreno de
juego. Miguel mira implorante al matón, esperando que sea una broma y pueda
corregir a su jefe. Pero el matón ensaya una mueca de orangután sonriente y no
consigue dejar de dar miedo. Seguramente tiene poca práctica de sonreir. Se
escupe las palmas de las manos. Se las frota. Levanta el brazo derecho y cierra
el puño y parece Mohammed Ali a punto de tombar a George Foreman en ‘Rumble in
the Jungle’.
‘Fue
bonito mientras duró’ —piensa Miguel. —Es curioso. Creía que cuando ocurrían
estas cosas, te daba tiempo a encomendarte a los santos. Pero ocurren demasiado
rápido. Voy a recrearme en el juego de la selección. Si he de morir, que sea
viendo arte’.
¡Pum!
El gigante ha cambiado de opinión y en lugar de asestarle un golpe de muerte,
hace sonar una potentísima bocina junto al oído de Miguel. Casi le revienta el
tímpano. Miguel se marea, a punto de caerse de bruces entre sus captores y los
hinchas, pensando morir sobre el cemento del graderío del Ernst Happel de Viena. Apenas puede
oír. Medio caído ya, entre la multitud de piernas de los aficionados, atisba
una rendijita del terreno de juego. Ve a alguien con carita de niño malnutrido,
bajito, levitando con el balón pegado a sus pies, blanquecino.
‘Oigo
murmullos lejanos de flauta. Veo la sombra de un enanito bondadoso y angelical,
blanquito él. Estoy en el cielo. Me han matado. Estoy en el cielo. Ay, qué
tranquilito se está’.
El
matón agarra del pecho a Miguel, como si tuviera dos solapas, y esta vez sí que
desgarra su camiseta de imitación de España. Lo alza y lo pone frente a frente
al contable Borja. Se ha quitado las gafas y trata de imitar la cara de
orangután malo de su matón. Tampoco a él le sale. Quizá Borja tenga falta de
costumbre en lo de intimidar.
—Te
has salvado por la jefa —susurra Borja, copiando la voz amenazante y suave de
Clint Eastwood. Tampoco le resulta bien. En realidad, ha parecido un lloriqueo.
Quizá Borja sí tenga costumbre de lloriquear. O igual gimotee porque está
enamorado secretamente de su jefa y no le hace caso. Pero nada de eso le
importa a Miguel. Alucinado aún por el bocinazo, piensa que le acaba de salvar
el arcángel San Gabriel. Los hinchas rugen con más pasión que nunca. El árbitro
pita el medio tiempo. Miguel cree que son cantos celestiales punteados por una
deliciosa flauta. En el terreno, camino a los vestuarios, Iniesta habla con
Torres. Miguel levanta la mano hacia Iniesta, —quien, por supuesto, no lo ve— y
le sonríe tontamente porque el jugador le suena familiar. Una mujer de belleza
de escultura griega se aproxima a Miguel, todavía medio desvanecido. Sonríe a
Miguel con unos dientes perfectos. ‘Es la virgen’ piensa Miguel y se desmaya
del todo.
—Otra
de San Miguel, bien fresquita. —Miguel saca la cerveza de una heladera
portatil, comprada al descanso en el bar del Ernst Happel. Guiña el ojo a la
mujer. —Y es que hace nada creía que me habían matado, estaba en el cielo e
incluso me pontificaban.
—Miguel
y la mujer ríen con ganas. Se diría que tras conocerse en esta situación tan
particular, se han hecho los mejores amigos. Borja los mira fijamente. Tiene
los ojos enrojecidos y húmedos, como si estuviera a punto de llorar. Para que
no lo vea lloroso, da un tiempo libre al matón. Éste aprovecha a mirar el juego
con cara de orangután sorprendido, viendo los muñecos moverse. Ya es el segundo
tiempo. Los hinchas españoles siguen animando como si la vida les fuera en
ello. Miguel ya se ha olvidado de que a él sí le iba la iba la vida en ello
hasta hace nada. Anima y canta al unísono con la mujer de belleza de escultura
griega, de Fidias además. Mientras, España, como hasta entonces, domina el
juego. Tocando. Xavi le pasa a Iniesta. Tocando. Iniesta la devuelve a Cesc.
Klose corre tras la pelota; Metzelder lo secunda como un panzer lento y jura
que en su próxima vida será tan rápido como un Mercedes descapotable. Entretanto
sigue corriendo tras las sombras rojas. España la sigue tocando. Marchena se la
ha devuelto a Silva. Tocando. Silva la golpea para Ramos. Tocando…
—Tanto
toque y toque me está mareando —dice la escultura griega de Fidias con un acentillo
andaluz. —O igual será la cerveza.
—Imposible,
Rosa —responde Miguel. Los dos están cogiditos de la mano, como dos colegiales
enamorados a los quince años. Los ojitos de ambos brillan, se encienden y
apagan como pequeñas estrellitas. Se miran mutuamente, hipnotizándose. —Todo lo
que tiene la cerveza es bueno. Gramos de cebada y litros de alegría.
—¡Eres
cursi! —responde Rosa.
—Y
tú tienes ojos de estrella —lisonjea Miguel.
—Qué
pico tienes, pareces un mentiroso del Caribe. Hablando de estrellas, ahora que
sea una Damm. —Miguel rebusca entre el hielo y las latas del fondo de la
heladera. A su vez, Rosa se dirige a Borja, quien pasa rápidamente el pañuelo
de su ojo al bosillo de su camisa de cuadros.
—Y
pensar que me ibais a matar a este hombre tan gracioso. —Miguel, todavía
rebuscando en la heladera, se da la vuelta un instante y sonríe. —Tan lejos de
su Gijón, aquí en Viena, entre austiacos tistres, austiacros tristres, aus…,
aus…, ¡atchum! —Rosa y Miguel ríen sin parar. Borja los mira y una lágrima
rueda tras los cristales redondos de sus gafas. Es seguro: ama secretamente a
su jefa y ahora, secretamente también, intenta en vano esconder su despecho.
—¿Y
a ti que te pasa, ‘quillo’? —Rosa pregunta a Borja.
—Nada.
Este clima de Viena me tiene muy sensible —disimula con un hilito de voz.
—Pues
ten cuidado, chatín, que aquí tu jefa casi coge un resfriado —interviene
Miguel.
—Tú
calla, tonto. —Rosa le da un golpecito cariñoso en el pecho a Miguel. Aprecia
con sus dedos, entre el desgarrón de la camiseta de imitación de España, la
tersura hirsuta del pelo en pecho de Miguel. —Qué duro estás para tu edad,
chiquillo. Y qué varonil —confía Rosa con ojos alegres. —Me recuerdas a papá y
a ése de tu tierra también.
—Y
tú a mí a ésa de la tuya —se ríen, se abrazan y siguen riendo. España toca.
Capdevila para Senna. Tocando. Senna chuta hacia Cazorla y Schweinsteiger se
tira en plancha intentando cortar la trayectoria rasa del balón. Sin resultado.
El balón llega pues a Cazorlita. Schweinsteiger se acuerda de sus antepasados y
maldice su propia estampa. Por qué le pondrían un apellido tan complicado, se
pregunta.
—Ya
está. Tú me recuerdas a Arturo Fernández. Con esos hombros anchos, el
palabrerío y esa gracia de truhán del norte.
—Y
tú eres más guapa que Sarita Montiel en ‘Carmen, la de Ronda’. —Miguel la mira
y choca su lata de Damm con la de Rosa.
—¿Salía
en alguna serie de Telecinco?
—Eres
tan joven… y tan guapa. Era una mujer morena, con rasgos bien marcados,
raciales… bien andaluces. Abundante, puro esplendor en la hierba.
—Ay,
esa película sí que la ví. ‘Esplandor en la hierba’, de esas antiguas. La ví
porque salía William Holden, tan varonil, algo mayor… también te pareces a él.
—Chatina,
dirás que él se parecía a mí. —Siguen riendo. Abrazándose. Oliéndose.
—Hueles
a ‘Varón Dandy’, como mi abuelo —Tocando. Cesc la retrasa para Puyol. Ballack
intercepta el pase y regatea a Puyol. Se planta solo frente a Casillas. Chuta
con el aplomo del Barón rojo, el balón vuela y… ¡parada de Iker! Tocando. Rosa
se ha refugiado en el pecho de Miguel.
—¡Ay!
¡Que no quiero verlo! —grita, asustando, creyendo que baten a España.
—¡Que
no quiero ver su sangre derramada! Que no hay caliz que la retenga. No, que no
quiera verla —recita Miguel como en el poema.
—Eso
es el del gran Federico —completa Rosa.
—¿Crees
que sólo los de tu tierra reconocen la belleza? ¿Y cómo reconocería entonces yo
la tuya? —se sonroja Rosa como la roja se sonroja. Tocando. Borja se da la
vuelta de mirar el terreno de juego y los ve. Avisa con el codo al matón.
Abrazando. El matón tarda un instante en dejar el rictus de orangután
sorprendido y recobra su expresión de malo. Besándose.
¡Buuuuuuuum!
El matón ya lo ha hecho.
Ha
tumbado con sus puños de boxeador al joven con gafas de contable. Yace
desmayado.
—¿Qué
le pasa a ése? —pregunta Rosa.
—Se
ha desmayado —responde el matón y vuelve sus espaldas hacia el espectáculo.
—La
emoción del partido, pobre —se compadece Miguel.
—Venía
a cobrar una deuda y he encontrado un hombre —muy seria dice Rosa.
—De
los de la vieja escuela —responde serio Miguel.
—¿Cómo
lo has hecho? —pregunta Rosa.
—¿El
qué?
—Enamorarme
—responde.
—Ha
sido mutuo. Amor al primer copazo —responde Miguel. Se besan, besan, mucho. En
el césped los jugadores mantean por los aires al gran Don Luis Aragonés. Llenan
la Eurocopa de cerveza. España ha ganado. Beben la cerveza. Amor al primer
copazo. Tocando.
‘Sólo
a mí se me podía ocurrir pedir un préstamo de cien mil euros para plantar un
cafetal en Gijón. Claro que entonces creía que era una inversión segura. No lo
fue. No creció un solo grano. Lo perdí todo. Sólo yo podía creer que Rosa se
podía enamorar a primera vista de un hombre treinta años mayor que ella. Y que
me perdonaba la deuda. Y que ella era de buena familia y no sabía el uso que
Borja daba al dinero que ella le dejaba para invertir. Rosa se fue de mi casa
de Gijón al mes de vivir juntos. Que yo era muy mayor, que sólo sabía meterme
en negocios ruinosos, que quería a alguien más joven. Y yo también dejé la
casa. Porque al final me obligó a venderla para saldar la deuda. Ya sólo me
queda mi amor por el fútbol. Y la cerveza, claro. Dichosas vuvuzelas. No me
dejan pensar en mis miserias, ni animar a gusto a España. Me rompen los
tímpanos… me rompen los tímpanos, sí, como aquel bocinazo que me hizo desmayar
y conocer a Rosa entre delirios. La echo tanto de menos. Si sólo pudiera darme
una prorroga y recomenzar lo nuestro otra vez. ¡Puagg! Esta cerveza Brahma, qué
mala está. Regalo de mis amigos brasileños con el deseo de que España los
vengue. No están acostumbrados a perder en semifinales. Eso los perdió. Daban
por hecha la victoria contra Holanda. He de dejar de pensar en Rosa y de hablar
conmigo mismo. Apenas estoy siguiendo el juego. Me tengo que centrar en el
partido. Para eso he venido a Sudáfrica. España la intenta tocar. Busquets a
Pedrito. Falta. La saca Iniesta, a Llorente. La intenta tocar… pero no puede.
Falta. Qué partido más trabado. Un poco sucios estos holandeses. Voy a beber
más Brahma. Total, es la única cerveza que me queda. Glub, glub, glub. Ay, qué
dolor me da esta cerveza en el pecho. Planchazo de De Jong a Xabi Alonso. El
golpe le debe de haber indigestado más que a mí la Brahma. Un holandés me ve
sufriendo. Reconoce que ha sido un duro golpe. Me da una cerveza. Insiste en
que acepte la lata. Nedderlansh —dice, o eso creo —gut. Qué acento tan horrible
tienen estos holandeses. Glub, glub, glub. Pero esto es un descubrimiento.
Deliciosa. Esta cerveza es, glub, glub, inmejorable. Amstel, pone. Me voy
sintiendo mejor. Voy a brincar y animar a España con mis amigos de Gijón’.
—¿Dónde
estabas, Miguelin? ¿Te perdiste o qué?
—No,
chato, que algo me había sentado mal —le respondo a mi buen amigo Jose Luis.
—Ya estoy mejor.
—Así
me gusta. ¡Es-pa-ña! —gritamos.
La
intenta tocar. Villa para Navas. Navas la devuelve a Vi… Falta. La intenta
tocar. Otro trago a la Amstel. Qué suave es, entra como el agua. Es raro que
unos tipos con acento tan feo y juego tan sucio hagan una cerveza tan buena.
Cuidado, se escapa Robben, se para frente a Casillas, chuta… ¡Para Casillas con
la pierna! Pasó lo peor. La vuelve a intentar tocar. Glub, glub. Si los
holandeses tuvieran un hablar más suave, refinado, gracioso, comprendería que
hicieran esta cerveza tan maravillosa. Si su acento fuera… no sé… ¿andaluz?
Como el de Rosa. Maldición. No me puedo quitar su recuerdo de la cabeza. Si sólo
me concediera una prórroga.
Minuto
111. Pues al final sí hay prórroga. Ese angelito blanquecino de mis sueños
agarra la pelota. ¿Iniesta tiene la pelota cosida con hilo al pie? Y sigue, y
sigue. La toca. La toca por fin. ¡Gooool! Me abrazo con Jose Luis.
—¡Campeooones!
—grito fuera de mí. —¡Iniesta no es un ángel, es un santo! —Jose Luis se separa
de mí. —¿Qué haces, chatín? Que esto ocurre sólo una vez en la vida. Hay que
celebrarlo. —Jose Luis se aparta más y hace hueco. Me tapa alguien los ojos.
Por detrás. ¿Alguna sorpresa? Que sea buena, por favor.
—Es
un santo, Iniesta. Como tú, Miguel.
—Espera…
espera. Ese acento con regustillo agradable como a cerveza Amstel. —Me doy la
vuelta. Veo a Rosa, bellísima como siempre, con los colores de España pintados
en sus mejillas.
—Has
vuelto —le digo.
—Necesitaba
un hombre de verdad —me responde.
—Pues
has ido a encontrar al mejor, chata. —La cojo por la cintura. Bebe un sorbo de
mi cerveza.
—¿Has
cambiado de marca? —se relame los labios contenta.
—Claro.
Con este Mundial hemos ganado la mejor copa. Y contigo he recuperado lo mejor
del mundo. —Me mira, seria, como aquella vez en Viena. —Este amor hay que
celebrarlo con el mejor copazo. —La beso. Bebemos los dos a la vez. Nos
besamos, le paso la cerveza de mi boca a su lengua. Reímos. Nos besamos. Nos
tocamos. Nos enamoramos del todo, por fin.
—Amstel
—acierta ella.
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