viernes, 6 de julio de 2012

Tocando cerveza

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‘Minuto 31. Torres corre por la banda. Se deshace por velocidad de Philipp Lahm. Jens Lehmann sale a su encuentro. Torres levanta el esférico, éste supera en arco al portero y se dirige al palo contrario… ¡Gol! España gana uno a cero en Viena. Estamos más cerca de sostener la Eurocopa 2008, amigos radiooyentes. ¡Gool!’
Torres se ha deslizado de rodillas por el cesped, como una pantera, y celebra el tanto con los compañeros de selección.
—¡Bien! —grita Miguel. Salta junto a la hinchada de España, canta, corea cánticos, ondea una bufanda, se abraza a sus vecinos de grada. Parece un aficionado español más celebrando la victoria momentánea de su equipo. Pero no lo es. Miguel se alegra por la selección de España, sí. Pero aún más porque, si gana España, ello le salvará el cuello ante sus prestamistas.
—Mecagüen diez, chatines —Miguel es asturiano. —De ésta me salvo. Seis mil euros bien apostados me van a sacar del atolladero  —piensa Miguel.
—¿Te acuerdas de nosotros, Miguel? ¿Pensabas que huyendo de Gijón no te íbamos a encontrar? Si medio mundo está viendo este partido por televisión. Sólo a ti se te ocurriría esconderte en la final de la Eurocopa.
—Vamos, chatines, no os pongáis agresivos. No es lo que decís. Si es que soy más fan de la selección que Manolo el del bombo. El Sporting no es nada para mí comparado con la selección. Juega la selección, donde sea, que dejo lo que esté haciendo, agarro un avión y allí me presento. Os lo juro, muchachos…
—Hablas demasiado. Siempre fue tu defecto, Miguel. Y haces poco. Páganos los cien mil euros o empieza a jurar.
Los demás hinchas de la selección se han apartado de los cobradores y prosiguen sus bailes. Los cobradores rodean ya a Miguel. Son dos tipos de aspecto curioso. Uno es muy alto y fuerte y ronda los cincuenta años. Con la nariz rota del boxeador y pelambrera engominada del mismo color que el alquitrán aceitoso, choca verle su impecable vestimenta de banquero. Americana, cobarta y chaleco de corte excelente. Solo que los banqueros en junta de accionistas no suelen hablar como él:
—Paga o te saco los dientes uno a uno delante de toda esta gente —amenaza el gigante. A su lado está un tipo más bien pequeño. Aún no ha abierto la boca. Tiene todo el aspecto de un contable recien salido de la universidad. Camisa de rayas, pantalón informal pero de marca, gafas redondas, inicio temprano de calvicie y barriguita que empieza a apreciarse bajo la camisa. No llega a los treinta. A pesar de su juventud y su aspecto inofensivo, un solo gesto de su mano es capaz de parar las ansias homicidas del matón. Así lo hace cuando el matón, que ya agarraba del pecho a Miguel, como si tuviera dos solapas, estaba a punto de romperle su  camiseta de imitación de España.
—No nos debes cien mil euros —dice el contable. Habla relajadamente y se mesa los cuatro pelos que le quedan en las entradas. Miguel suelta un suspiro de alivio. Sonríe.
—Ya sabía, Borja, que tú eres un señor. Un hombre serio. Un tipo con el que se puede hacer negocios, fiable, sensato, estudioso…
El otro acerca su enorme cara a Miguel. Parece una mezcla de orangután resoplando aire por la nariz y de hombre de las cavernas con furia siciliana inyectada en los ojos. A pesar de que el contable lo ha desacreditado al negar que Miguel les debiera los cien mil euros, no ha abierto la boca ni se le ha movido una gota de aceite del cabello. Parece que sólo habla cuando tiene que amenazar. Es posible que si tiene que hablar por segunda vez, sus puños lleven todo el peso de la conversación.
—Nos debes ciento cincuenta mil —corrige Borja. —Interés del cincuenta por ciento mensual, ¿recuerdas?
Miguel traga saliva y su rostro enmudece más que la tez de Iniesta en el terreno de juego. Miguel mira implorante al matón, esperando que sea una broma y pueda corregir a su jefe. Pero el matón ensaya una mueca de orangután sonriente y no consigue dejar de dar miedo. Seguramente tiene poca práctica de sonreir. Se escupe las palmas de las manos. Se las frota. Levanta el brazo derecho y cierra el puño y parece Mohammed Ali a punto de tombar a George Foreman en ‘Rumble in the Jungle’.
‘Fue bonito mientras duró’ —piensa Miguel. —Es curioso. Creía que cuando ocurrían estas cosas, te daba tiempo a encomendarte a los santos. Pero ocurren demasiado rápido. Voy a recrearme en el juego de la selección. Si he de morir, que sea viendo arte’.
¡Pum! El gigante ha cambiado de opinión y en lugar de asestarle un golpe de muerte, hace sonar una potentísima bocina junto al oído de Miguel. Casi le revienta el tímpano. Miguel se marea, a punto de caerse de bruces entre sus captores y los hinchas, pensando morir sobre el cemento del graderío del Ernst Happel de Viena. Apenas puede oír. Medio caído ya, entre la multitud de piernas de los aficionados, atisba una rendijita del terreno de juego. Ve a alguien con carita de niño malnutrido, bajito, levitando con el balón pegado a sus pies, blanquecino.
‘Oigo murmullos lejanos de flauta. Veo la sombra de un enanito bondadoso y angelical, blanquito él. Estoy en el cielo. Me han matado. Estoy en el cielo. Ay, qué tranquilito se está’.
El matón agarra del pecho a Miguel, como si tuviera dos solapas, y esta vez sí que desgarra su camiseta de imitación de España. Lo alza y lo pone frente a frente al contable Borja. Se ha quitado las gafas y trata de imitar la cara de orangután malo de su matón. Tampoco a él le sale. Quizá Borja tenga falta de costumbre en lo de intimidar.
—Te has salvado por la jefa —susurra Borja, copiando la voz amenazante y suave de Clint Eastwood. Tampoco le resulta bien. En realidad, ha parecido un lloriqueo. Quizá Borja sí tenga costumbre de lloriquear. O igual gimotee porque está enamorado secretamente de su jefa y no le hace caso. Pero nada de eso le importa a Miguel. Alucinado aún por el bocinazo, piensa que le acaba de salvar el arcángel San Gabriel. Los hinchas rugen con más pasión que nunca. El árbitro pita el medio tiempo. Miguel cree que son cantos celestiales punteados por una deliciosa flauta. En el terreno, camino a los vestuarios, Iniesta habla con Torres. Miguel levanta la mano hacia Iniesta, —quien, por supuesto, no lo ve— y le sonríe tontamente porque el jugador le suena familiar. Una mujer de belleza de escultura griega se aproxima a Miguel, todavía medio desvanecido. Sonríe a Miguel con unos dientes perfectos. ‘Es la virgen’ piensa Miguel y se desmaya del todo.

—Otra de San Miguel, bien fresquita. —Miguel saca la cerveza de una heladera portatil, comprada al descanso en el bar del Ernst Happel. Guiña el ojo a la mujer. —Y es que hace nada creía que me habían matado, estaba en el cielo e incluso me pontificaban.
—Miguel y la mujer ríen con ganas. Se diría que tras conocerse en esta situación tan particular, se han hecho los mejores amigos. Borja los mira fijamente. Tiene los ojos enrojecidos y húmedos, como si estuviera a punto de llorar. Para que no lo vea lloroso, da un tiempo libre al matón. Éste aprovecha a mirar el juego con cara de orangután sorprendido, viendo los muñecos moverse. Ya es el segundo tiempo. Los hinchas españoles siguen animando como si la vida les fuera en ello. Miguel ya se ha olvidado de que a él sí le iba la iba la vida en ello hasta hace nada. Anima y canta al unísono con la mujer de belleza de escultura griega, de Fidias además. Mientras, España, como hasta entonces, domina el juego. Tocando. Xavi le pasa a Iniesta. Tocando. Iniesta la devuelve a Cesc. Klose corre tras la pelota; Metzelder lo secunda como un panzer lento y jura que en su próxima vida será tan rápido como un Mercedes descapotable. Entretanto sigue corriendo tras las sombras rojas. España la sigue tocando. Marchena se la ha devuelto a Silva. Tocando. Silva la golpea para Ramos. Tocando…
—Tanto toque y toque me está mareando —dice la escultura griega de Fidias con un acentillo andaluz. —O igual será la cerveza.
—Imposible, Rosa —responde Miguel. Los dos están cogiditos de la mano, como dos colegiales enamorados a los quince años. Los ojitos de ambos brillan, se encienden y apagan como pequeñas estrellitas. Se miran mutuamente, hipnotizándose. —Todo lo que tiene la cerveza es bueno. Gramos de cebada y litros de alegría.
—¡Eres cursi! —responde Rosa.
—Y tú tienes ojos de estrella —lisonjea Miguel.
—Qué pico tienes, pareces un mentiroso del Caribe. Hablando de estrellas, ahora que sea una Damm. —Miguel rebusca entre el hielo y las latas del fondo de la heladera. A su vez, Rosa se dirige a Borja, quien pasa rápidamente el pañuelo de su ojo al bosillo de su camisa de cuadros.
—Y pensar que me ibais a matar a este hombre tan gracioso. —Miguel, todavía rebuscando en la heladera, se da la vuelta un instante y sonríe. —Tan lejos de su Gijón, aquí en Viena, entre austiacos tistres, austiacros tristres, aus…, aus…, ¡atchum! —Rosa y Miguel ríen sin parar. Borja los mira y una lágrima rueda tras los cristales redondos de sus gafas. Es seguro: ama secretamente a su jefa y ahora, secretamente también, intenta en vano esconder su despecho.
—¿Y a ti que te pasa, ‘quillo’? —Rosa pregunta a Borja.
—Nada. Este clima de Viena me tiene muy sensible —disimula con un hilito de voz.
—Pues ten cuidado, chatín, que aquí tu jefa casi coge un resfriado —interviene Miguel.
—Tú calla, tonto. —Rosa le da un golpecito cariñoso en el pecho a Miguel. Aprecia con sus dedos, entre el desgarrón de la camiseta de imitación de España, la tersura hirsuta del pelo en pecho de Miguel. —Qué duro estás para tu edad, chiquillo. Y qué varonil —confía Rosa con ojos alegres. —Me recuerdas a papá y a ése de tu tierra también.
—Y tú a mí a ésa de la tuya —se ríen, se abrazan y siguen riendo. España toca. Capdevila para Senna. Tocando. Senna chuta hacia Cazorla y Schweinsteiger se tira en plancha intentando cortar la trayectoria rasa del balón. Sin resultado. El balón llega pues a Cazorlita. Schweinsteiger se acuerda de sus antepasados y maldice su propia estampa. Por qué le pondrían un apellido tan complicado, se pregunta.
—Ya está. Tú me recuerdas a Arturo Fernández. Con esos hombros anchos, el palabrerío y esa gracia de truhán del norte.
—Y tú eres más guapa que Sarita Montiel en ‘Carmen, la de Ronda’. —Miguel la mira y choca su lata de Damm con la de Rosa.
—¿Salía en alguna serie de Telecinco?
—Eres tan joven… y tan guapa. Era una mujer morena, con rasgos bien marcados, raciales… bien andaluces. Abundante, puro esplendor en la hierba.
—Ay, esa película sí que la ví. ‘Esplandor en la hierba’, de esas antiguas. La ví porque salía William Holden, tan varonil, algo mayor… también te pareces a él.
—Chatina, dirás que él se parecía a mí. —Siguen riendo. Abrazándose. Oliéndose.
—Hueles a ‘Varón Dandy’, como mi abuelo —Tocando. Cesc la retrasa para Puyol. Ballack intercepta el pase y regatea a Puyol. Se planta solo frente a Casillas. Chuta con el aplomo del Barón rojo, el balón vuela y… ¡parada de Iker! Tocando. Rosa se ha refugiado en el pecho de Miguel.
—¡Ay! ¡Que no quiero verlo! —grita, asustando, creyendo que baten a España.
—¡Que no quiero ver su sangre derramada! Que no hay caliz que la retenga. No, que no quiera verla —recita Miguel como en el poema.
—Eso es el del gran Federico —completa Rosa.
—¿Crees que sólo los de tu tierra reconocen la belleza? ¿Y cómo reconocería entonces yo la tuya? —se sonroja Rosa como la roja se sonroja. Tocando. Borja se da la vuelta de mirar el terreno de juego y los ve. Avisa con el codo al matón. Abrazando. El matón tarda un instante en dejar el rictus de orangután sorprendido y recobra su expresión de malo. Besándose.
¡Buuuuuuuum! El matón ya lo ha hecho.
Ha tumbado con sus puños de boxeador al joven con gafas de contable. Yace desmayado.
—¿Qué le pasa a ése? —pregunta Rosa.
—Se ha desmayado —responde el matón y vuelve sus espaldas hacia el espectáculo.
—La emoción del partido, pobre —se compadece Miguel.
—Venía a cobrar una deuda y he encontrado un hombre —muy seria dice Rosa.
—De los de la vieja escuela —responde serio Miguel.
—¿Cómo lo has hecho? —pregunta Rosa.
—¿El qué?
—Enamorarme —responde.
—Ha sido mutuo. Amor al primer copazo —responde Miguel. Se besan, besan, mucho. En el césped los jugadores mantean por los aires al gran Don Luis Aragonés. Llenan la Eurocopa de cerveza. España ha ganado. Beben la cerveza. Amor al primer copazo. Tocando.

‘Sólo a mí se me podía ocurrir pedir un préstamo de cien mil euros para plantar un cafetal en Gijón. Claro que entonces creía que era una inversión segura. No lo fue. No creció un solo grano. Lo perdí todo. Sólo yo podía creer que Rosa se podía enamorar a primera vista de un hombre treinta años mayor que ella. Y que me perdonaba la deuda. Y que ella era de buena familia y no sabía el uso que Borja daba al dinero que ella le dejaba para invertir. Rosa se fue de mi casa de Gijón al mes de vivir juntos. Que yo era muy mayor, que sólo sabía meterme en negocios ruinosos, que quería a alguien más joven. Y yo también dejé la casa. Porque al final me obligó a venderla para saldar la deuda. Ya sólo me queda mi amor por el fútbol. Y la cerveza, claro. Dichosas vuvuzelas. No me dejan pensar en mis miserias, ni animar a gusto a España. Me rompen los tímpanos… me rompen los tímpanos, sí, como aquel bocinazo que me hizo desmayar y conocer a Rosa entre delirios. La echo tanto de menos. Si sólo pudiera darme una prorroga y recomenzar lo nuestro otra vez. ¡Puagg! Esta cerveza Brahma, qué mala está. Regalo de mis amigos brasileños con el deseo de que España los vengue. No están acostumbrados a perder en semifinales. Eso los perdió. Daban por hecha la victoria contra Holanda. He de dejar de pensar en Rosa y de hablar conmigo mismo. Apenas estoy siguiendo el juego. Me tengo que centrar en el partido. Para eso he venido a Sudáfrica. España la intenta tocar. Busquets a Pedrito. Falta. La saca Iniesta, a Llorente. La intenta tocar… pero no puede. Falta. Qué partido más trabado. Un poco sucios estos holandeses. Voy a beber más Brahma. Total, es la única cerveza que me queda. Glub, glub, glub. Ay, qué dolor me da esta cerveza en el pecho. Planchazo de De Jong a Xabi Alonso. El golpe le debe de haber indigestado más que a mí la Brahma. Un holandés me ve sufriendo. Reconoce que ha sido un duro golpe. Me da una cerveza. Insiste en que acepte la lata. Nedderlansh —dice, o eso creo —gut. Qué acento tan horrible tienen estos holandeses. Glub, glub, glub. Pero esto es un descubrimiento. Deliciosa. Esta cerveza es, glub, glub, inmejorable. Amstel, pone. Me voy sintiendo mejor. Voy a brincar y animar a España con mis amigos de Gijón’.
—¿Dónde estabas, Miguelin? ¿Te perdiste o qué?
—No, chato, que algo me había sentado mal —le respondo a mi buen amigo Jose Luis. —Ya estoy mejor.
—Así me gusta. ¡Es-pa-ña! —gritamos.
La intenta tocar. Villa para Navas. Navas la devuelve a Vi… Falta. La intenta tocar. Otro trago a la Amstel. Qué suave es, entra como el agua. Es raro que unos tipos con acento tan feo y juego tan sucio hagan una cerveza tan buena. Cuidado, se escapa Robben, se para frente a Casillas, chuta… ¡Para Casillas con la pierna! Pasó lo peor. La vuelve a intentar tocar. Glub, glub. Si los holandeses tuvieran un hablar más suave, refinado, gracioso, comprendería que hicieran esta cerveza tan maravillosa. Si su acento fuera… no sé… ¿andaluz? Como el de Rosa. Maldición. No me puedo quitar su recuerdo de la cabeza. Si sólo me concediera una prórroga.
Minuto 111. Pues al final sí hay prórroga. Ese angelito blanquecino de mis sueños agarra la pelota. ¿Iniesta tiene la pelota cosida con hilo al pie? Y sigue, y sigue. La toca. La toca por fin. ¡Gooool! Me abrazo con Jose Luis.
—¡Campeooones! —grito fuera de mí. —¡Iniesta no es un ángel, es un santo! —Jose Luis se separa de mí. —¿Qué haces, chatín? Que esto ocurre sólo una vez en la vida. Hay que celebrarlo. —Jose Luis se aparta más y hace hueco. Me tapa alguien los ojos. Por detrás. ¿Alguna sorpresa? Que sea buena, por favor.
—Es un santo, Iniesta. Como tú, Miguel.
—Espera… espera. Ese acento con regustillo agradable como a cerveza Amstel. —Me doy la vuelta. Veo a Rosa, bellísima como siempre, con los colores de España pintados en sus mejillas.
—Has vuelto —le digo.
—Necesitaba un hombre de verdad —me responde.
—Pues has ido a encontrar al mejor, chata. —La cojo por la cintura. Bebe un sorbo de mi cerveza.
—¿Has cambiado de marca? —se relame los labios contenta.
—Claro. Con este Mundial hemos ganado la mejor copa. Y contigo he recuperado lo mejor del mundo. —Me mira, seria, como aquella vez en Viena. —Este amor hay que celebrarlo con el mejor copazo. —La beso. Bebemos los dos a la vez. Nos besamos, le paso la cerveza de mi boca a su lengua. Reímos. Nos besamos. Nos tocamos. Nos enamoramos del todo, por fin.
—Amstel —acierta ella.









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